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Si quieren saber más sobre mi libro, aquí les dejo un fragmento del capítulo 2:

Juan no era un hombre como cualquiera. Su vida contaba grandes hazañas desde una temprana edad. Tal vez se debiera a que había sido educado por monjes en múltiples artes. Tal vez a su eterna curiosidad.

Lo cierto es que Juan estaba decidido a hacer el bien allí donde pudiera. Desde pequeño, se sentía guiado por el Altísimo a realizar su obra. Mas eso, en su mente, claramente lo alejaba de la vocación sacerdotal.

La misión de Juan no era otra que la de acabar con aquellos que llevaban el mal al mundo. Pero esto, muy a menudo, significaba bailar con el diablo y cobrar su jornal.

En este día, sin embargo, Juan se encontraba abatido. Sin muchas esperanzas por consumar la obra de su Señor. Había batallado por la liberación de los cristianos hace tan solo dos años atrás, y volvía a su tierra natal.

Fue una guerra muy dura, especialmente para él, que se había criado bajo dominación musulmana. Muchos viejos amigos habían caído en esa guerra, llamados a servir por un poder extranjero que no deseaba perder la dominación en el norte de la Península Ibérica. 

Algunas veces, su amor por la Iglesia y la obra de Dios hacían más llevaderos estos recuerdos. Otras veces, no había santo ni licor que pudiera calmar su pesar.

Este era uno de esos días para Juan Pretor.

Su semblante era cansino, aturdido, necesitado de alguna forma de entretenimiento. Jamás había frecuentado burdeles ni casas de placeres. Ese día, sin embargo, necesitaba calmar sus pensamientos y se dirigió a los barrios bajos de la ciudad.

Lo primero que vio fue un gran ajetreo. El mercado y la calle de los burdeles rebosaban de clientes. Buscó algo que llamara su atención hasta que notó una casa con pilares blancos en su fachada. Tenía unos hermosos azulejos en tonos de verde y azul en la escalinata que constituía su entrada.

Los hombres entraban y salían de la casa y pudo notar bellísimas mujeres en su interior. Decidió entrar y poner sus pensamientos a reposar. Necesitaba una distracción y aquello parecía la más agradable opción.

Una vez dentro, vio muchas habitaciones, todas ellas con cortinas de la más fina seda. En el centro de la casa había un jardín con una fuente en honor a Cupido. Juan se sonrió por el detalle. Era evidente que este burdel era frecuentado no solo por musulmanes sino también por cristianos, pues un verdadero seguidor del Islam no aprobaría esos ídolos.

Tres mujeres conversaban alegremente en torno a la fuente. Juan se sintió atraído por una de ellas, pero no quiso acercarse. Ella le devolvió la mirada y siguió conversando.

Sus ojos eran del color del jade y ejercían una atracción imposible de rechazar. Tuvo que darse a sí mismo coraje para romper su hechizo. Tras lograrlo, siguió caminando por la casa hasta que encontró un salón abarrotado de personas. Su corazón palpitaba de excitación y dio un paso adelante.

El salón era espacioso y lleno de luz, con pequeñas ventanas cada cierta distancia, a la usanza de esas tierras. Azulejos color zafiro adornaban las paredes y almohadones de todo tamaño y color estaban esparcidos por el suelo. En ellos reposaban muchos hombres: musulmanes, cristianos y judíos, sin distinción.

Todos se encontraban en paz. Bebían y comían sabrosos manjares y así Juan fue invitado a sentarse. De inmediato una mujer le sirvió dátiles y aceitunas y otra le ofreció un vaso de vino.     

En la pared norte del salón se podía observar una cortina carmesí con filigranas de oro. Dado el ánimo alegre que se respiraba en el aire, era evidente que alguna suerte de espectáculo tendría lugar allí.

Juan aguardó y compartió charlas placenteras y despreocupadas. Pensó para sí que en aquella casa no existía el mal.

Entrada la media tarde, ocurrió algo para lo que no estaba preparado. La cortina fue removida y apareció ante sus ojos una hermosa mujer. La más hermosa que hubiera visto jamás: su hechicera de la fuente.

Su rostro estaba cubierto por un velo negro y llevaba un vestido de terciopelo violeta. Sin embargo, sus ojos eran inconfundibles. Le recordaban a la región boscosa de Navarra. Infundían deseo y vida en abundancia.

Se apareció tras la cortina con un sable en su cabeza. Sus gráciles movimientos rítmicos del abdomen eran acompañados por un balance y una destreza nunca antes vistas. El sable no se movió un ápice de su cabeza y su danza cautivó al instante a todos los presentes.

Los hombres vitoreaban, reían y gritaban. Todos estaban exaltados por tal demostración de destreza y gracia. Todos excepto Juan. Él se encontraba completamente cautivado. Incapaz de emitir un sonido. Lo único que veía eran esos ojos del fuego etéreo.

En sus días de juventud, había escuchado historias de terror, mitos, sobre djinns –criaturas elementales capaces de adoptar forma humana y de utilizar la magia, una energía etérea, más allá de toda comprensión.

Juan no tenía duda que delante de sus ojos se encontraba una hechicera, portadora del fuego etéreo: una djinn. Si había alguien en el mundo capaz de encapsular su alma y guardarla en dos luceros, era ella.

El día dio paso a la noche y más mujeres en vestidos reveladores pero cautos se sumaron a la danza de la hechicera. Juan no tenía ojos para otra mujer. Ella lo sabía y utilizó esa debilidad a su favor incontables veces.

Al término de la noche, todos los presentes pagaron lo que habían comido y bebido, más unas monedas extras por el exquisito deleite.

Una bella mujer se colocó en el centro del salón y aplaudió dos veces. Al instante, todas las mujeres que habían bailado se colocaron detrás de ella. Era, sin duda, la señora de la casa. 

—Mi nombre es Amina —dijo—. La gracia de Alá los acogerá en estos salones.

Tras una breve pausa, prosiguió:

 —¿Quiénes entre ustedes, afortunados caballeros, acompañarán a estas bellas flores a continuar la noche con alegría?

Al instante muchos hombres se levantaron y debatieron largamente por el derecho a pasar una noche con la atracción principal: la mujer de ojos color jade. Ninguno quería a otra mujer.

Entonces la hechicera habló:

—Quiero a ese.

—¿A quién? —preguntó la señora de la casa.                             

—Al que se encuentra aún en el suelo.

Juan, el único hombre que no había tenido el coraje de levantarse, se sintió atrapado por un sueño. Incorporándose torpemente, dijo:

—¿Hablas de mí?

—Hablo de ti —le respondió ella.

A partir de ese momento, el tiempo transcurrió de una manera inusual. Se vio a sí mismo tomando la mano de su hechicera; caminando por la casa hasta llegar a una cama flanqueada por cautivantes cortinas amarillas; luego se vio tendido sobre la cama y a la mujer más hermosa que hubiera visto jamás, encima de él, esclavizando su alma.

Antes de realizar el acto ritual, Juan juntó coraje y dijo:

—¿Cómo te llamas?

—¿Quién eres, mi dulce caballero? —le respondió, al tiempo que recorría su pecho con su grácil dedo índice—. Todos los hombres me llaman por muchos nombres cuando estamos en la cama. Pero tú preguntas mi nombre a la primera oportunidad. ¿Tanto me deseas?               

—Te quiero —dijo Juan por reflejo, y luego se dio cuenta de lo que había hecho—. Quiero decir…  No lo sé, es solo que… Por favor, dime tu nombre.

—Zahira. Mi nombre es Zahira. ¿A quién tengo el gusto de beberme esta noche?

—Juan. Juan Pretor. Nacido en Córdoba. Aquí. 

—Pues bien, Juan nacido en Córdoba… no hables.

Zahira sabía todo lo que había que saber sobre el acto del placer. Conocía todas las respuestas y constantemente planteaba nuevas preguntas. Sin embargo, rara vez utilizaba todos sus dotes. Esa noche decidió compartir su gracia y llevar a Juan al borde de lo insondable.

La noche transcurrió al ritmo de lo placentero y lo sublime. Lo divino y lo pagano. Antes de que pudiera entender lo que había sucedido, Juan vio los rayos de sol asomar por el horizonte y filtrarse cual bribón por una de las ventanas de la habitación. Zahira ya no estaba a su lado, pero su fragancia aún eclipsaba sus sentidos.

Cuando se levantó, buscó y buscó, pero no pudo encontrarla. Al final, dio con la señora de la casa y le preguntó dónde podría hallarla, pues no había podido pagarle.

—¿Cómo que no has podido pagarle? ¿Es que no te ha cobrado antes de yacer con ella?

—Pues… —dijo Juan, avergonzado— no, mi señora. No me ha cobrado.

—¡Por Alá, esa pilla!

La señora se retiró y Juan prosiguió su búsqueda. 

Finalmente decidió que la mejor opción sería volver al salón donde se había deleitado con su baile, deseando volver a verla.

Entrada la tarde, Zahira hizo su aparición triunfal detrás de las cortinas.

Esta vez la danza era muy diferente y sus piernas se movían al compás de sus frenéticas caderas. La excitación en el corazón de Juan dio paso al deseo y otra vez cayó bajo su embrujo. 

No había duda que Zahira lo sabía, pues a pesar del velo que cubría su rostro, sus ojos se mostraban efusivos de alegría.

El día dio paso a la noche y nuevamente la señora de la casa se apareció frente a sus invitados. Aplaudió dos veces he hizo la encantadora pregunta. La respuesta de Zahira fue invariable: 

—Quiero a ese.

Los latidos en el corazón de Juan estaban a punto de arrastrarlo a la locura. No podía creer su suerte y agradeció al Altísimo este regalo. 

Juntos, disfrutaron de una noche de pasión y ternura, como Zahira no experimentaba en largo tiempo. Para Juan, era la primera vez que se había sentido tan atraído por una mujer. Su deseo era un esclavo, ávido de sus besos.

Intentando aclarar sus pensamientos, Juan le preguntó:

—¿Por qué te fuiste antes de que te pagara?

—¡Me ofendes! —gritó ella, apartando su mano. Juan se sobresaltó—. Yo le entrego mi cuerpo a quien deseo y hago con él lo que me plazca. Cobro fortunas a hombres con quienes no deseo yacer y, si así lo deseo, no recibo una moneda.

—¿Significa que me deseas?

—¡Pero qué dices! —dijo ella, con un deje de nerviosismo—. Por supuesto que no. Yo deseo complacerte… y eso es lo que he hecho. Me atraen tus ojos de presa. Eres un tierno animal.

—Es bueno saberlo —dijo Juan, esbozando una sonrisa. Por un momento, recordó la congoja que lo había acompañado estos dos últimos años y pensó cuanta distancia había recorrido en tan solo dos días. Comenzaba a comprender que quizás fuera algo más grande que el deseo lo que Zahira despertaba en él.

Sin embargo, sabía que no duraría. Ella era una dama de compañía, la más hermosa y dulce mujer que hubiera visto jamás. Él era un guerrero con una misión que estaba muy lejos de acabar. La vida se mostraba cruel en los desenlaces.

Siguieron conversando durante gran parte de la noche hasta que el sol se asomó por la ventana. Era la señal que ella aguardaba para retirarse.

—No te vayas —dijo Juan, sosteniendo nuevamente su mano.

—Cariño, debo hacerlo. Eres una ternura conmigo, pero tengo mucho trabajo que hacer.

—¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—Ya te he dicho que no lo hay. Te ruego que dejes de preguntármelo. Disfruto de tu compañía y de tus besos y continuaré disfrutándolos por todo el tiempo que quieras quedarte. Eres un oasis en el desierto que vivo cada día…

—Es bueno saberlo —dijo Juan, esta vez sonriendo como un niño.

—Por Alá, que tu sonrisa de cachorro me trae alegría.

Los días continuaron sin mayores sobresaltos. Juan pronto consiguió un trabajo con un humilde herrero y pudo pagar su estadía en la ciudad. Se sentía afortunado, pues podía estar cerca de Zahira.

Tres meses habían pasado desde que la vio en la fuente por primera vez. Su amor por Zahira crecía cada día e incluso había llegado a imaginarse una vida junto a ella. Bien sabía que no podía ofrecerle nada mejor a lo que ya poseía y, a causa de ello, sus esperanzas eran vanas. Pero eso no detenía a sus pensamientos. 

La inteligencia y la destreza de Zahira no dejaban de asombrarlo cada día. Fue con ella que escuchó grandes historias sobre el pueblo musulmán. También, aprendió junto a ella muchos versos del Corán. Pero lo más fascinante fue cuando le enseñó un juego llamado ajedrez. Disfrutó de muchos días e incontables noches a su lado. Estaba convencido de que, a su manera, ella también lo quería. Mas como todo lo bueno ha de nacer, alguna vez, también, se ha de acabar.

¿Qué os ha parecido? Si os ha gustado, no duden en hacerse con la oferta de Navidad (enlace arriba). También pueden escribirme a mis redes si desean hacerme más preguntas sobre mi libro:

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¡Muy Feliz Navidad!

¡Nos leemos!

Nicolás Manfredi

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