Cuentos que puedes leer gratuitamente

Durante la pandemia escribí 14 cuentos. Algunos de ellos obtuvieron menciones especiales, otros tantos quedaron finalistas en prestigiosas revistas digitales y otros tantos no ganaron ningún premio.

Sin embargo, escribir todos y cada uno de ellos me enseñó algo y quisiera compartir alguno de estos cuentos con ustedes, mis queridos lectores.

De modo que aquí debajo les dejo tres cuentos de los que me siento muy orgulloso, incluido uno de ellos, «La escama perdida», que salió publicado en «Noches verdes: Antología de cuentos primavirales» (Lektu, 2021)

LA BÚSQUEDA DEL REY ORIÓN

Hace mucho tiempo atrás en una tierra muy lejana, había un rey llamado Orión. Su reinado fue próspero y duradero. 

Tanto era el amor que le profesaban sus súbditos, que por las calles se oía: 

“¿Han escuchado las malas nuevas? Parece que el rey está débil y se encuentra buscando un sucesor”.

“No hablemos de ello”, contestaba otro, “no queremos atraer a la mala suerte hacia estos lugares”. 

“Vayamos al templo a rezar por su mejoría”, respondía un tercero y las conversaciones continuaban con este tenor día tras día.

Una mañana, el rey se despertó con una toz y una alergia muy intensas. Debió pasar gran parte del día bebiendo infusiones y respirando ungüento de eucalipto para poder volver a hablar. 

A mitad de la tarde, tras recuperarse de su mal estado, se sentó frente a la estufa y dedicó el resto de la tarde a reflexionar. Mucho extrañaba a su esposa, Bellatrix, en momentos como ese. 

Desafortunadamente, ella había fallecido con tan solo cuarenta y dos años de edad y tras apenas veinte años de matrimonio con el rey. 

Orión hubiera deseado tenerla a su lado su vida entera y la prueba de ello es que jamás aceptó desposar a otra doncella.

Nunca le faltaron pretendientes, a las cuales siempre rechazó, alegando que los mejores años de su vida se habían ido y ahora debía dedicarse a atender las necesidades de su pueblo. 

Veinte años después de su muerte, y con su salud en constante deterioro, el rey Orión se encontraba en una encrucijada: debía nombrar un sucesor.  

“Haz pasar a los miembros de mi corte y diles que quiero comunicarles una buena nueva”, dijo el rey a su mayordomo.

“En seguida, mi señor”, fue la respuesta. 

Poco tiempo más tarde se encontraban ante el rey las figuras más prominentes de su corte, cada una de las cuales albergaba la ambición de ser elegida como sucesor.

Ello pues el rey jamás había tenido descendencia, ni mujer ni varón, que pudiese heredar el trono. 

Estando casado con su amada esposa, esto jamás lo había preocupado, pues juntos habían decidido dedicar su vida entera a servir al reino.

Una decisión que todos sus habitantes agradecían, mas ahora debía pensar en lo que era mejor para todos. 

Con este propósito en mente, recibió a los miembros de su corte y les habló de la siguiente manera:

“Cada uno de ustedes me ha servido bien durante muchos años, de manera que todos tendrán oportunidad de expresar sus motivos por los cuales deberían ser elegidos como sucesor. Comencemos”.  

“Mi señor”, dijo Greynor, “tú sabes que te he servido bien como ministro de comercio. Si me eliges como tu sucesor, me encargaré de acrecentar las arcas del reino y haré del palacio el más espectacular que se haya visto jamás”.

“Si me elige como su sucesor”, dijo la arzobispa Salena, “me encargaré que todos sus súbditos se conviertan a la religión verdadera y ya no persigan falsos ídolos”.

“El elegido debo ser yo”, dijo el ministro de guerra Hans, “pues solo yo tengo la aptitud para expandir las fronteras del reino y proyectarnos hacia la nueva era”.

“Si me permite, su alteza, creo que debe considerarme por sobre los demás”, expresó el ministro de justicia Arnor, “pues conozco el temple de nuestra gente y he resuelto sus disputas por más de treinta años. Me encargaría de que todos los súbditos obedecieran las órdenes del rey”.   

Habiendo escuchado a su corte, el rey se sintió abatido. Ninguno de ellos reunía las características necesarias para ocupar el trono. El rey Orión despidió a su corte y les dijo que dentro de siete días anunciaría a su sucesor.

Una vez su corte se retiró, el rey habló con su mayordomo.

“Tirio”, dijo el rey, “me has servido bien durante cuarenta años. Por este motivo, te encargo que me indiques qué debo hacer. He escuchado a mi corte y veo que ninguno de ellos reúne las aptitudes necesarias para reinar. Dime, ¿crees que podría buscar el sucesor fuera de mi corte?”

“Mi señor, creo que ninguno de los miembros de su corte lo tomaría de buen agrado, pero si usted cree que es necesario continuar con la búsqueda de un digno sustituto, entonces así debería ser”, respondió su mayordomo y fiel consejero.

“Entonces está decidido”, dijo el rey y le pidió a Tirio que le comunicara al chofer real que mañana temprano partirían en la búsqueda del nuevo regente.

A la mañana siguiente, el rey se subió a su carruaje y reanudó su misión. Decidió que recorrería todos los rincones del reino hasta encontrar a la persona indicada.

Su primera parada fue en la casa de un comerciante humilde llamado Anilam. El rey escuchó su historia y le preguntó:

“¿Por qué debería considerarte para ser rey?”

“Mi señor”, contestó el comerciante, “yo no quisiera ser rey. Mas si me eligiera intentaría proveer lo mejor y solo lo mejor, tanto para mi familia como para las familias de todo el reino”.

El rey sonrió y le agradeció por su respuesta. Luego se disculpó y prosiguió su búsqueda.

Su segunda parada fue en la casa de una sacerdotisa llamada Saigh. El rey escuchó su historia y le preguntó:

“¿Por qué debería considerarte para ser reina?”

“Mi señor”, contestó la sacerdotisa, “yo no quisiera ser reina. Mas si me eligiera intentaría que todos los pobres tuvieran un hogar y que nunca les faltara el pan. Debemos alimentar el cuerpo a la par del espíritu”.

El rey sonrió y le agradeció por su respuesta. Luego se disculpó y prosiguió su búsqueda.

Su tercera parada fue en la casa de un constructor llamado Betelgeuse. El rey escuchó su historia y le preguntó:

“¿Por qué debería considerarte para ser rey?”

“Mi señor”, contestó el constructor, “yo no quisiera ser rey. Mas si me eligiera fortificaría todas las fronteras, ciudades y pueblos del reino para que todos se encontraran protegidos. Además, me encargaría de reparar todos los hogares para que nunca se volvieran a inundar”.

El rey sonrió y le agradeció por su respuesta. Luego se disculpó y prosiguió su búsqueda.

Su cuarta parada fue en la casa de dos hermanos, Mintaka y Aniltak, que defendían las causas del pueblo de Urs ante la justicia local. El rey escuchó sus historias y les preguntó:

“¿Por qué debería considerarlos para ser rey?”

“Mi señor”, contestó uno de los hermanos, “yo no quisiera ser rey. Mas si me eligiera me encargaría de que todos los súbditos del pueblo tengan juicios justos y su palabra sea siempre escuchada”.

“Mi señor”, contestó el otro, “yo no quisiera ser rey. Mas si me eligiera me encargaría de que las leyes de nuestro pueblo fueran más justas, para que no miremos el presente con los ojos del pasado”.

El rey sonrió y les agradeció por sus respuestas. Luego se disculpó y prosiguió su búsqueda.

Su última parada del día fue en la casa de una bella joven llamada Rigel. La joven era la tercera de dos hermanas y vivía con su madrastra. Nadie en su casa la respetaba, aún cuando ella era muy trabajadora. Se ocupaba de la limpieza y la cocina del hogar. 

El rey escuchó su historia con atención y luego le preguntó:

“¿Por qué debería considerarte para ser reina?”

“Mi señor”, contestó la joven, “yo no quisiera ser reina. Soy muy joven y no he sido instruida. Mi familia no me ha enseñado a leer y no tengo más oficio que la cocina y la limpieza. No conozco otra vida que no sea servir a mis hermanas y a mi madrastra”.

El rey escuchó las palabras de la joven con atención. Luego se disculpó y emprendió el camino de regreso al castillo.

Durante los siguientes cinco días, el rey Orión reflexionó mucho sobre el futuro del reino.

Sin embargo, con cada día que pasaba, su salud se deterioraba y se hacía evidente la necesidad de anunciar un sucesor.

En las vísperas del día en el cual debía anunciar a su sucesor, el rey ordenó que enviaran cartas a todos a todos aquellos a quienes había visitado en su búsqueda por un candidato al trono.

Cada uno de ellos debía presentarse en el castillo al día siguiente.

Llegada la hora en que el rey debía anunciar a su sucesor, los miembros de su corte se encontraban alrededor de su cama, expectantes al anuncio que daría su majestad.

Ninguno de ellos sospechaba lo que estaba a punto de ocurrir.

El rey llamó a su fiel mayordomo y le dijo que hiciera pasar a sus invitados.

Cuando todos estuvieron en la habitación, Greynor, el ministro de comercio, quiso saber cuál era el motivo por el cual los comuneros habían sido convocados al castillo.

Entonces el rey habló de la siguiente manera:

“Mi querido Greynor”, dijo el rey Orión, “he convocado a este humilde comerciante, Anilam, para que te suplante como ministro de comercio. Ello pues está dispuesto a proveer lo mejor y solo lo mejor, no solo para su familia sino para los habitantes de todo el reino”.

“En cuanto a ti, querida Salena”, dijo el rey a la arzobispa, “he convocado a la sacerdotisa de nombre Saigh para que guíe a partir de ahora las almas de los habitantes de nuestro reino, pues ella sabe que el cuerpo también necesita de alimento para poder brillar”.

“Querido Hans”, continuó el rey dirigiéndose a su ministro de guerra, “he convocado a este constructor, de nombre Betelgeuse, para que defienda y proteja a nuestros habitantes y sus moradas, en vez de estar pensando todo el tiempo en las guerras por venir como tú has hecho hasta ahora”.

“Mi muy querido Arnor”, dijo luego el rey al ministro de justicia, “he convocado a estos defensores del pueblo, de nombres Mintaka y Aniltak, para que atiendan las demandas de todos mis súbditos y se encarguen de administrar justicia de acuerdo con la verdad, las nuevas costumbres y la equidad”.

“Por último”, dijo el rey, “pero no menos importante, he convocado a esta bella joven de nombre Rigil, la más luminosa de todas las estrellas de nuestro reino, para que sea mi sucesora. Desde pequeña no ha conocido otra cosa que el servicio a su familia, aún cuando esta nunca lo haya reconocido. Incluso más, de todos los aquí presentes, fue la única que no tuvo la ambición de convertirse en regente”. 

“De todos mis súbditos”, continuó diciendo el rey Orión, “considero que es la única que posee el temple necesario para gobernar el reino, pues toda persona que sea elevada como la más privilegiada debe estar dispuesta a ser la primera en servir”.

“Quede asentado mi testamento en los registros del reino y cúmplase mi última voluntad”, dictaminó, ante los rostros estupefactos de su vieja corte.

Tres días más tarde, el rey falleció y finalmente se cumplió con lo que él había dispuesto.

De esta manera, Rigil, quien durante su vida no había soñado con mayores placeres que aprender a leer y escribir, se convirtió en la nueva reina.

No sin antes homenajear en la plaza mayor la memoria del antiguo rey por la maravillosa oportunidad que aquel le había otorgado.

Por su parte, el rey Orión, quien nunca libraba nada al azar, rogó a los espíritus momentos antes de fallecer que le concediesen una última voluntad: recordarle a la nueva reina y a su corte que debían cumplir con lo prometido.

Así es como, la misma noche en que el rey Orión abandonó el reino para reunirse con sus ancestros, nuevos astros se hicieron presentes en el firmamento, mostrando un soldado que defendía a su reino con escudo y espada.

Por orden de la reina Rigil, las estrellas que acaban de nacer tomarían los nombres de cada miembro de la corte real y de la amada esposa del antiguo rey, mientras que la constelación sería llamada La Constelación de Orión

Todos los habitantes del reino comprendieron su significado y avocaron sus vidas a dar lo mejor de sí y a cuidar siempre de los demás.

Y así, bajo la amorosa mano de la reina Rigil, el pueblo alcanzó una nueva era de prosperidad.

(Nicolás Manfredi, 2020)

LA ESCAMA PERDIDA

El invierno estaba llegando a su fin. Las altas montañas de Ruthheim comenzaban a sufrir los efectos de un deshielo que pronto sería total. Eso haría que los pobladores del reino ilirio de Vanaheim, al sureste, comenzaran a utilizar el paso de las montañas una vez más.

Berfemonte, como su madre lo había llamado, poco sabía sobre peligros; sin descontar que nunca antes había visto a un ilirio como para saber si debía temerles en realidad. En más de una oportunidad, encontrándose recostado al calor del fuego, escuchó las historias de su familia sobre ese pueblo sobre el cual —según había oído— se decía que era bárbaro y cruel.

Su abuelo había dicho que los ilirios eran cazadores, mercenarios y asesinos; que no eran un pueblo en el que se pudiera confiar, pues era imposible adivinar cuales eran sus verdaderas intenciones a cada oportunidad. La traición, había dicho su abuelo, Ancaraman El Sabio, era la única moneda que apreciaban.

Pero ninguna de estas palabras pesaba sobre la mente de Berfemonte cuando este se arrastraba por la ladera de la montaña. Aún había resquicios de nieve en el camino de descenso, los cuales fueron haciéndose cada vez más espaciados a medida que se acercaba al valle que se encontraba justo debajo.

El atractivo verde amarillento de los altos pastizales y las grandes rocas que por momentos se erigían sobre estos eran algo totalmente nuevo para Berfemonte, quien hasta ahora jamás había abandonado la fría piedra de Ruthheim.

Entonces llegaron noticias a sus oídos de un río que hacía danzar a las piedras con su poderoso cauce. Pensó que el río debía estar más allá del linde del bosque que ahora tenía frente a sus ojos y por ello decidió ir a mirar.

Una vez dentro del bosque, los sonidos se amontonaron en sus oídos. Los pájaros cantaban, los sapos croaban y las abejas zumbaban. El río cantaba y las ardillas correteaban por la corteza de los árboles.

Berfemonte sentía que su corazón danzaba de alegría. Nunca había visto nada igual y sentía que podría permanecer allí por siempre.

Pero entonces escuchó el crujir de una rama y su instinto le aconsejó estar alerta. Se dio la vuelta y buscó con la mirada, pero no halló nada. Unos instantes más tarde, vio un cuerpo de piel blanca y sin escamas con uno de sus brazos sobresaliendo tras el tronco de un árbol. Quienquiera que fuera, había elegido un mal lugar para ocultarse.

—¿Quién anda ahí? —dijo Berfemonte con la potencia de un trueno—. Abandona tu escondite y dime tu nombre, pues ya te he detectado, piel blanca.

Quien se ocultaba tras el árbol dio un paso al costado y luego otro más, quedando frente a Berfemonte. El extraño llevaba el torso desnudo y vestía un pantalón de cuero. Tenía una melena espesa y estaba armado con una lanza. Berfemonte aguardó una respuesta sin el menor rastro de miedo. 

—¿Hablas la lengua común? —dijo el extraño—. ¿Cómo es eso posible? Eres un dragón.

—¿Dragón? —dijo Berfemonte— ¿Dónde lo habré escuchado antes? —reflexionó en voz alta, y un silencio prolongado siguió—. Ah, sí. Significa “gran serpiente”, ¿no es así? Es el término que usan los ilirios para definirnos —o, al menos, eso me ha dicho mi abuelo.

—Pensé que los dragones no eran inteligentes. Mi gente me ha dicho que son asesinos despiadados con un cruel corazón.

—Pues ahora me has ofendido —dijo Berfemonte—. Las águilas del cielo saben que jamás las mataría por otro motivo que no sea para comer, así como ellas tampoco cazarían un conejo por puro placer. Incluso ellas tienen más sentido común que tú.

—Lamento haberte ofendido, poderoso dragón —respondió el ilirio.

—Por favor, no me llames gran serpiente. Soy un escaniano. Provengo del pueblo que habitó las tierras del magma y los huracanes antes de que la primera montaña se elevara en Escania. Somos hijos de la tierra que se erige ante tus pies y lo único que queremos es ser tratados como tales.

—Perdóname, escaniano.

—Perdonado estás —dijo Berfemonte. Ahora me gustaría saber tu nombre.

—Mi nombre es Neilefim. Un placer conocerte…

—Berfemonte. El placer es mío. Ahora dime, ¿qué hacías en este bosque?

—Pues, en realidad —contestó Neilefim, tras una pausa—, estaba cazando un jabalí. Fue entonces cuando te vi llegar e intenté ocultarme tras un árbol. Debo cazar ese jabalí si quiero llevar algo de comer a los míos. El invierno ha sido cruel con mi pueblo.

—Eres ilirio, ¿verdad? —dijo Berfemonte.

—Así es —respondió aquel.

—Pues yo puedo ayudarte a cazarlo —dijo Berfemonte—. No tengo nada mejor que hacer.

—Eres muy gentil —contestó el ilirio—. Estaría muy agradecido contigo.

Durante la siguiente hora, se abocaron a rastrear y cazar un jabalí. Cuando por fin divisaron uno, comenzaron a rodearlo con mucho cuidado hasta que quedaron enfrentados a una distancia considerable, con el jabalí justo en el medio. Este estaba comiendo setas y algunos insectos y Neilefim pensó que debían actuar de inmediato si querían tener éxito. Miró al escaniano y asintió levemente con la cabeza; señal de que debían atacar.

Pero entonces, cuando estaban por hacerlo, una patrulla de cazadores ilirios, a quien Neilefim conocía, se acercó arrastrándose hacia su posición.

—Veo que has encontrado uno —dijo su amiga Nairagam casi en un susurro—. Buen trabajo.

—¿Qué…? No, espera, no pueden… —quiso decir Neilefim, pero fue demasiado tarde.

El escaniano saltó hacia adelante en dirección al jabalí y el animal salió disparado hacia donde se encontraban los ilirios, escondidos tras de unos arbustos. 

Nairagam pegó un grito y apartó a su amigo con un movimiento de su brazo, precipitándolo hacia el suelo. Luego se incorporó e hizo volar su lanza directo al pecho del dragón, quien planeaba en dirección al jabalí.

La lanza de Nairagam pasó rozando por su pecho y una escama fue arrancada de este. El dragón gritó de dolor y se elevó en el aire. Luego, vio a Neilefim en el suelo y al resto de los ilirios y su corazón se encendió de rabia. Activó la bolsa ígnea bajo sus pulmones y una hilera de fuego se extendió justo delante de ellos.

Entonces Berfemonte se elevó aún más, triste y enojado y partió hacia las montañas. Recordó las palabras que había pronunciado su abuelo: los ilirios son traidores y no se puede confiar en ellos.

Durante mucho tiempo, Berfemonte no se animó a descender de las montañas. La traición en el bosque le había hecho mella en su corazón y no sentía deseos de volver a ver o tratar con un ilirio por el resto de su vida. Había comprendido de mala manera que los de su raza no eran bien recibidos por ese pueblo.

Pero entonces, a la siguiente primavera, tras haber transitado por el inmisericorde invierno nevado de Ruthheim, comenzó a sentir que su corazón volvía a sanar. No recordaba la última vez que había escuchado pájaros cantar o las piedras susurrar mientras el agua de río las mecía en su lecho. Decidió regresar al bosque en donde había conocido a Neilefim. Su mente se resistía, pero su corazón albergaba la esperanza —vana, lo sabía— de volver a hablar con el ilirio. Quería preguntarle por qué lo había traicionado, qué precio le habían propuesto, cuánto valía una vida de escaniano para él y la pregunta que más le dolía: ¿Acaso no tenía honor?

Entonces, como si los antiguos escanianos hubieran manifestado su poder, el ilirio se apareció frente a él. Esta vez, y por última vez en su vida, el escaniano tuvo miedo. No estaba preparado para enfrentar a su agresor, por más que su corazón así lo quisiera.

—¿A qué has venido? —dijo Berfemonte con voz grave y elevando el pecho. El miedo había desaparecido y ahora daba paso al orgullo:  la marca de su raza.

—He venido, Berfemonte, a solicitar tu perdón. Todos los días, durante el espacio de un año, con los dioses como testigo, he venido al bosque esperando encontrarte.

—¿Para poder matarme, acaso? —dijo el escaniano frunciendo el ceño—. Si así es, entonces hazlo ya. Ya he sufrido suficiente humillación de tu parte.

—Pues no, Berfemonte, mi intención está a leguas de distancia de querer lastimarte. He venido, cada día, con la esperanza de devolverte algo que te pertenece —dijo, al tiempo que escarbaba en una bolsa que llevaba atada a su pantalón. El escaniano aguardó con incredulidad—. Toma, Berfemonte. Que esto sea un tóken de mi buena fe —agregó, y procedió a entregarle la escama que se había desprendido de su pecho el día en que se separaron.

—¿Por qué haces esto? —dijo Berfemonte—. ¿Qué intención escondes?

—Ninguna —contestó Neilefim—. Simplemente que aquel día tú pensaste que te había traicionado y con razón, pero yo no soy un traidor. Fue una tragedia que mis hermanos y hermanas aparecieran justo cuando estábamos cazando el jabalí. Mi intención no era otra que cazar ese jabalí.

—Debo confesar —dijo Berfemonte tras una pausa— que has removido un peso de mi corazón. Durante mucho tiempo pensé mal sobre tu pueblo y eso me sumió en una gran angustia. Te agradezco el gesto —agregó el escaniano y tomó la escama de su mano con una de sus patas delanteras.

—Es lo menos que podía hacer —dijo el ilirio—. Además, lo confieso, también lo hice por mí. Ahora que he limpiado mi honor, dejaré de sentir esa tenaza que empequeñecía mi alma.

—Eres bueno, Neilefim —dijo el escaniano—. Si algún día necesitas cazar otro jabalí, puedes contar conmigo.

—Muchas gracias —contestó el ilirio y una gran sonrisa se hizo presente en su rostro.

Así fue como una larga amistad entre el ilirio y el escaniano comenzó; una amistad que resistiría los embates del tiempo.

Incluso cuando, décadas después, el pueblo ilirio y el escaniano entraron en guerra, Neilefim y Berfemonte seguirían visitándose el uno al otro y narrándose historias al calor de una fogata. Eran tan distintos y a la vez tan iguales. Un lazo inquebrantable los unía, el cual ningún estandarte pudo romper.  

Cuando la vida de Neilefim por fin se apagó, Berfemonte ordenó al pueblo ilirio que se lo entregaran y lo llevó consigo a la cima de la montaña, donde ahora descansa al abrigo de sus antiguos dioses. Cuenta la leyenda que Berfemonte le lloró por tres días y tres noches y su llanto podía escucharse por toda Escania, traído de la mano del viento del norte.

Al amanecer del cuarto día, su corazón se regocijó con la alegría de haberle conocido y una renovada esperanza surgió en su corazón. Recorrió Escania contándole a todo aquel que quisiera oírle las historias de Neilefim El Ilirio, Amigo de los Escanianos y El De Buen Corazón.

Desde entonces, muchos añoran la época en la cual las antiguas razas eran hermanas a pesar de las diferencias y los ancianos recuerdan a los jóvenes, al calor del fuego, que una hermosa amistad puede surgir del simple gesto de devolver a un extraño una escama perdida.

(Nicolás Manfredi, 2020)

A CARTAS VISTAS

El detective Gómez miraba el lugar en donde había sido enterrada Erlinda Amaral. Transcurridos los dos años por ley luego de los cuales sus restos debían ser cremados, estaba programada su cremación para ese mismo día.

Erlinda Amaral. Asesinada salvajemente una fría noche de julio de 2017 a las 2:32 de la madrugada. La autopsia había decretado que recibió sesenta y nueve puñaladas con la mano derecha al mismo tiempo que era estrangulada y perdía la vida en algún punto entre las puñaladas quince y diecisiete.

Femicidio, crimen pasional. El detective Gómez no era particularmente afecto a la terminología judicial, que solía cambiar según los intereses de los grupos de poder civil hegemónicos de turno y el color político de quien ocupase la silla presidencial. Lo suyo eran los crímenes y este en especial lo había mantenido en vilo cientos de noches y aún más cantidad de días.

¿La razón? Muy sencilla. Nunca se pudo esclarecer quién fue el asesino, pues, si bien las pistas apuntaban a un posible femicidio realizado por su ex pareja, Robert Molina, divorciado de Erlinda Amaral hacía más de un año, el sospechoso estaba de guardia como enfermero en un hospital público de la ciudad de Rivera en el momento del asesinato, ocurrido en Punta Carretas, Montevideo, a casi seiscientos kilómetros de distancia.

Cuando la recibió, aquella noticia le cayó como un balde de agua fría, pues no tenían ninguna otra pista que apuntase hacia otro posible sospechoso. Nadie había escuchado gritos ni se supo nunca cómo fue que el asesino ingresó en el edificio y más tarde en su habitación sin forzar la puerta.

Por si fuera poco, Robert Molina nunca había dado señales de estar acosándola y por ello no tenía tobillera alguna. Había sido una separación ejemplar, tras la cual el señor Robert había regresado a su tierra natal, Rivera.

Pero entonces, un buen día, ocurrió el salvaje asesinato, sin motivo alguno que lo explicase. ¿Un viejo novio de la adolescencia, quizás? ¿Alguien a quien ella no accedió acompañar al baile de fin de año en el bachillerato? Todas estas preguntas ya habían sido ponderadas y oportunamente investigadas. No había nadie más que hubiera podido tener un móvil en su asesinato. Y, si tal persona existía, era un verdadero fantasma.

Noches en vela. Fantasmas. Algunas veces, en la soledad de la noche después de las tres de la mañana y tras la segunda taza de café, tenía la certeza absoluta de que había sido Robert Molina y todas las piezas parecían encajar. Pero luego lo sopesaba nuevamente y se daba cuenta de que no tenía nada. Estaba en cero. Su asesinato probablemente nunca fuera esclarecido y eso es algo que lo carcomía por dentro.

No porque quisiera tener un ascenso ni haber sido el detective que dio con el paradero del asesino. Tampoco por bajar la tasa de homicidios no aclarados y mejorar la mala racha que venía teniendo el gobierno con los homicidios y femicidios en distintos departamentos. Al detective Gómez no podría importarle menos la política. Los políticos solo se llenaban los bolsillos y nunca había presupuesto para la policía. Si bien es cierto que las cosas habían mejorado mucho estos últimos trece años, aún había mucho por mejorar. Los criminales eran más inteligentes, tenían más recursos y estaban mejor organizados. Los medios con que contaban los policías seguían siendo limitados y la policía estaba atada de manos por un departamento de “Injusticia” —como él solía llamarle—, excesivamente inoperante y lento. El detective Gómez era un apasionado por su trabajo y quería de verdad hacer su aporte a la sociedad; sentir que tan solo por un día podría irse a la cama con la satisfacción del deber cumplido… la cual nunca llegaría hasta tanto no encontrase al asesino de Erlinda.

En su mente, cada noche antes de irse a dormir repasaba las circunstancias que habían dado lugar al trágico incidente. Sentía que estaba muy cerca, que le faltaba un eslabón de la cadena para descifrarlo todo, pero nunca daba con él.

Entonces, pasado el mediodía, lo inesperado ocurrió.

Robert Molina se le acercó por la izquierda. La viva imagen del enfermero al que había interrogado, aquel mismo día del asesinato, tras viajar a Rivera para verle. Al principio no supo cómo reaccionar, pero luego recordó que hasta el momento era un hombre libre y no podía acusarlo de nada. Decidió temperar sus emociones y adoptar una postura casual.

—Robert Molina —dijo el detective—, qué sorpresa verlo por aquí, justo en este día.

—Fui su pareja, detective, como usted sabe bien. Considero necesario venir a presentar mis respetos el día de su cremación. Una última despedida, ya sabe.

“Sí”, pensó el detective. “Lo sé muy bien. Es el modus operandi de todos los asesinos. No resisten la tentación a volver comprobar que han asesinado y que su víctima no se levantará mágicamente de un largo letargo”. En cambio, se decidió por una respuesta aún más casual.

—Lindo día, ¿no le parece? Bastante agradable, al menos.

—Sí —contestó el aludido—, muy agradable. Aunque las circunstancias lo sean muy poco.

—Menos que poco —dijo Gómez—, teniendo en cuenta que aún no hemos dado con su asesino. Pero no pierda cuidado sr. Molina, le prometo que daré con él y haré que caiga sobre sus hombros todo el peso de la ley.

—Ojalá así sea —dijo Robert—. Yo también estoy ansioso porque eso ocurra. No dejo de pensar en ella cada día que pasa.

Al detective Gómez le tomó por sorpresa el comentario. Distaba mucho de lo que le había dicho en Rivera hace ya dos años. “No puedo pensar en ello, detective. Esta situación me pone muy mal. Quisiera que nada de esto hubiera ocurrido. Quisiera olvidarlo todo de una vez.” Enseguida se le ocurrió una pregunta.

—¿Pudo dejar el diazepam?

—¿Perdone?

—Si pudo dejar el diazepam, como me había dicho que iba a tomar. Recuerdo escucharle decir que habló con su psiquiatra en cuanto supo de la noticia y este le recomendó comenzar a tomarlo. No fuera que el trauma lo hiciera recaer en la depresión post separación.

—Oh, sí… eso. Sí, no. Lo dejé hace mucho. Ese mismo año ya no me fue necesario —respondió Molina, tras lo cual carraspeó—. Oh, mire la hora —dijo luego tras una fugaz mirada a su reloj de muñeca— Creo que será mejor que me vaya yendo… Aunque me gustaría estar un poco a solas con ella antes de irme, si no le molesta.

—¿Tan temprano se va? ¿No se iba a quedar a su cremación?

—Desgraciadamente no va a poder ser posible. Recordé que tengo otro compromiso.

—Como guste —contestó el detective—. Buenos días.

El detective se despidió, pero no tenía ninguna intención de retirarse. Aguardó a las afueras del cementerio dentro de un quiosco el momento en el que Molina finalmente saliese, para seguirle y tomar una foto del auto al que se subía. Veinte minutos más tarde, Molina salió por fin y se dirigió hacia un Renault Clio 1.6, color verde agua justo a la salida del cementerio. Desde su escondite, el detective le puso zoom a su celular y fotografió la matrícula. Esperaba que Molina no se hubiese percatado de nada. Luego de que este se marchó, discó el teléfono de su más fiel ayudante y aguardó en línea.

—¿Montes?

—Sí, detective. Ella al habla.

—Manda a Ruiz a seguir esta matrícula: SAF 5224. Dile que es de suma importancia. El hombre que maneja el auto es presuntamente Robert Molina, ex sospechoso de asesinato. Debemos utilizar El Guardián para seguir todos sus movimientos. Es posible que debamos detenerle. ¿Lo anotaste todo?

—Sí, detective. ¿Algo más?

—Sí, Montes. Quiero que te comuniques de inmediato con la jefatura de la Ciudad de Rivera. Necesito que investiguen si el enfermero Robert Molina se presentó a trabajar en el hospital el día de hoy.

—Espere, detective. No me acaba de decir que…

—Hazme caso, Montes. Sé lo que dije. Quiero comprobar algo.

—A la orden, detective.

El detective Gómez colgó el teléfono. Su corazón comenzaba a palpitar como no lo había hecho nunca en estos dos últimos años. Por fin iba tras una nueva pista. Debía aclarar sus ideas, de modo que se subió a su auto —un FIAT Siena 2009 de color bordó— y puso rumbo a la comisaría.

Una vez arribó a la comisaría, se dirigió hacia el escritorio de Montes.

—¿Tienes algo para mí? —le dijo, con gran excitación.

—Aún no… aguarda, es el teléfono. Quizás sean de la jefatura. ¿Hola? Sí, ella al habla. Ajá… Ajá… Perfecto. Muchas gracias.

—¿Y? Escúpelo Montes. ¿Qué dijeron? —preguntó el detective, quien ya no pudo contenerse al mirar a los ojos a la oficial. Su rostro parecía desvelar lo que él ya tenía por cierto.

—Era de la jefatura de Rivera. Robert Molina fue a trabajar.

—¡Lo sabía! —dijo el detective y, acto seguido, dio un golpe estruendoso sobre la mesa que hizo sobresaltar a la oficial—. ¡Dile a Ruiz que rastree el vehículo y que mande una patrulla a detenerlo cuando se vaya a subir al auto! ¡Lo tenemos! —agregó con gran euforia. Por las miradas a su alrededor se dio cuenta de que había hablado demasiado alto, de modo que moderó su tono de voz—. También debes llamar de nuevo a la jefatura de Rivera. Hay que detener a Robert Molina. Podemos estar en un caso de robo de identidad y connivencia en el asesinato de Erlinda Amaral. ¿Lo has entendido todo? Es muy importante que actuemos rápido. 

—No se preocupe, detective —contestó Montes—. Lo he entendido todo. Ya mismo me pondré manos a la obra.

—Eres especial, Montes. Me alegra contar contigo.

—Gracias, detective. Me alegra que el caso vaya a buen puerto al fin. 

Con las últimas palabras de Montes resonando todavía en su cabeza, el detective se dirigió hacia la oficina del comisario Reinaldo Macusto a explicarle los últimos acontecimientos y las acciones que debían tomarse de aquí en más en el caso. Le dijo que habría que contactar al fiscal que lo había manejado anteriormente para que la investigación del asesinato de Erlinda Amaral fuera reabierta.

—¿Estás seguro de lo que me estás contando, Gómez? No quiero otro papelón como la primera vez. ¿De verdad fue Robert Molina a quien viste visitando sus restos en el cementerio? ¿No lo habrás confundido con alguien más?

—Estoy cien por ciento seguro de lo que vi. Me dirigí a él como “Robert Molina” y él acusó recibo de serlo. Habló como él… hasta que ya no lo hizo. Cometió un error y ahí es cuando comencé a sospechar. Físicamente es totalmente idéntico a Robert Molina e incluso tenía su mismo tono de voz… lo que me hace pensar de que sea un caso de robo de identidad, o incluso…

—¿O incluso? —repitió el comisario.

—O incluso gemelos idénticos. Sea como sea, debemos detenerlos a ambos e investigar qué conexión hay entre ellos. Verás que esta vez sí damos con el asesino. Estamos muy cerca, lo presiento.

—Si voy a mover estos hilos y vamos a detener a dos personas por un asesinato no esclarecido hace dos años, necesito mucho más que un presentimiento, Gómez. ¿Estamos claros?

—Como el agua, comisario. Robert Molina debe ser detenido y traído a Montevideo para ser interrogado. Ahora tenemos mucho más que una corazonada.

A la mañana del día siguiente, tras un día entero de papeleo, llamadas, pedidos de órdenes de captura, detenciones y aún más papeleo, Robert Molina, el enfermero de Rivera, y el impostor que se hacía pasar por aquél fueron detenidos y llevados a la comisaría de la seccional 5ta de Montevideo.

La similitud casi exacta entre los dos hombres era innegable y, cuanto más eran interrogados, más inconsistentes eran sus argumentos. Sin embargo, necesitaban mucho más que la mera apariencia y al detective se le ocurrió una idea.

—Comisario, le pido permiso para hacerles un análisis de ADN. En caso de que se confirme que son hermanos, entonces tendremos el móvil y los medios por los que se llevó a cabo el asesinato. El fiscal deberá ceder ante nuestros argumentos y reabrir el caso.

—Esta bien, detective. Lo haremos. Pero quiero que entienda que la reputación de toda la comisaría está en juego. Si esto no sale bien, entonces alguien deberá pagar el precio. 

—Estoy dispuesto a correr el riesgo —dijo el detective, taxativamente. No había lugar para la duda en su mente.

Sin embargo, con el paso de las horas, parecía que la detención de los dos presuntos sospechosos quedaría un agua de borrajas; más aún cuando hizo acto de presencia el abogado de Robert Molina.

—Quiero que detengan este circo ahora mismo. No tienen nada sustancial sobre lo cual acusar a mi defendido. Un supuesto y un parecido físico distan mucho de ser evidencia.

—Ya veremos si esto es un circo —contestó el detective, sentado frente al acusado y su abogado. De momento, el análisis de ADN está teniendo lugar y, si se comprueba el parentesco, las cosas ya no serán tan fáciles para su cliente. 

El aludido hizo ademán de querer hablar, pero el abogado instintivamente lo mandó callar. El detective salió del cuarto de interrogatorios y se dirigió a la cafetera. El bullicio de la comisaría era insoportable y la tensión se palpaba en el ambiente. Miradas de soslayo y cuchicheos interminables parecían seguirlo allí adonde fuera. Tras servirse la tercera taza de café del día, comenzó a preguntarse si no estaría de nuevo sobre una pista falsa. Fue entonces cuando Montes se le acercó.

—Confío en usted, señor —le dijo, deteniéndose un momento a su lado—. Estoy seguro de que esta vez sí lo atrapará.

—Hay mucho en juego, Montes —contestó Gómez—. Si esto no sale bien, deberé atenerme a un retiro anticipado. El escándalo sería demasiado grande. Los medios de Rivera ya están hablando pestes de nosotros. Dicen que los de Montevideo criminalizamos y vilipendiamos a su gente constantemente.

—Deje que hablen. Espere el resultado. Un paso a la vez, detective.

—Tienes razón, un paso a la vez —replicó él, tras lo cual tomó un pequeño sorbo de la taza. Estaba muy caliente y se quemó un poco la lengua—. Pucha, que está fiero…

Dos horas más tarde, parecían haber llegado a una encrucijada. El aire estaba tan tenso que casi podía cortarse con un cuchillo. Fue en ese momento cuando el teléfono sonó. 

—¿Seccional 5ta? —dijo la dulce voz de Montes—. Ajá. Sí, exacto. Ajá. Ajá. Entendido. Muchas gracias.

—¿Y? ¿Son hermanos? —dijo el detective un tanto bastante sobre excitado.

—Lo son —confirmó Montes, con una gran sonrisa—. Felicidades, detective.

El detective Gómez pensó que se iba a desmayar. Tuvo que sentarse en la silla libre frente al escritorio de la oficial. La liberación de toda esa tensión contenida durante las últimas treinta y dos horas fue demasiado para él.

—Alégrese, detective. ¿No es esto lo que usted quería? —inquirió la oficial.

—Afirmativo, Montes. Pero es que aún no puedo creerlo. Por fin tenemos un móvil y los medios para el asesinato. Debo llamar al fiscal. Oficialmente se reabre la investigación.

—¿Sabe que no será fácil de todos modos, no es así? Muchas investigaciones suelen torcerse si no se conducen bien.—Así es, Montes. Tienes mucha razón. Nunca nada es fácil y menos cuando la Justicia está involucrada. Abogados, semiplena prueba, indagaciones… Pero creo que por fin he despertado de un largo letargo que ya no recuerdo cuanto tiempo ha… y ahora los sospechosos están jugando a cartas vistas. Mañana, quizás nos derroten y todo se tuerza, pero hoy… hoy es un día para celebrar —concluyó, levantando triunfalmente su cuarta taza de café. 

(Nicolás Manfredi, 2021)
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