Muestra gratis de «El hombre encerrado: Cuentos de Juan Pretor»

Hola queridos lectores, ¿cómo están? En esta oportunidad, y con el motivo de continuar propagando el espíritu de San Valentín, es que quería hacerles un regalo: una muestra gratis de mi libro, «El hombre encerrado: Cuentos de Juan Pretor».

Una vez que la hayan leído ,y si están interesados, solo deben escribirme a nmanfredi24@gmail.com y les regalaré el primer cuento completo.

Sin más, que les dejo el comienzo de mi libro:

El hombre encerrado

Parte I

La habitación era oscura. Una tímida luz atravesaba una pequeña grieta en uno de los bloques de piedra. El hombre no la veía, pero imaginaba que seguía allí. Se encontraba colgado boca abajo de una gruesa cadena de hierro; desnudo, pies y manos atadas y una mordaza cruzada en la boca. Una tela negra le cubría los ojos, apretándole el cráneo con fuerza.

No tenía idea de cuánto tiempo había pasado: horas, días, era imposible saberlo. Entre sueños había visto a una mujer de pelo negro y ojos color jade, llamándole, diciéndole que parara. No podía parar, aún no. Se despertó sobresaltado.

Lo primero que escuchó fueron los pasos. Toc. Toc. Toc. Pisadas toscas y sonoras que delataban un hombre gordo. Con él venía un agudo tintineo, como de un manojo de llaves. Era el carcelero. Movió la cabeza hacia ambos costados, tratando de escuchar algo más. 

Por la intensidad de sus pisadas, pensó que ya habría atravesado la mitad del pasillo. Más, más y más cerca. Ya no había duda: el carcelero se dirigía hacia su celda.

Repentinamente, los pasos se detuvieron. Escuchó una vieja cancioncilla de burdel y el rechinar de una pesada barra de hierro. Sin previo aviso, el cuerpo del hombre colgado comenzó a aflojarse. Lo último que escuchó fue el lejano tintineo de unas llaves chocando contra el metal. Tras un breve lapso, los abismos de su conciencia lo consumieron y ya no sintió nada más.

El carcelero había comenzado la larga procesión hasta la última celda del pasillo. Ocho habitaciones idénticas, puertas de madera y una rendija corrediza que anunciaba la comida. La novena puerta era de madera reforzada con hierro y contaba con un grueso pasador en el centro.

La antorcha que llevaba alumbraba las puertas y paredes, formando extrañas sombras que danzaban a un ritmo desigual. Una vez ante la puerta, tras apoyar la antorcha en la pared, el carcelero comenzó el penoso trabajo de correr el pasador de hierro macizo. Una cancioncilla de burdel comenzó a brotar de sus labios, encendiendo su pecho. Acabada la empresa, colocó la llave con brutalidad de ogro y entró en la celda.

—A levantarse, palomita —dijo el hombre regordete, con una sonrisa de oreja a oreja—. Llegó la hora del desplume. ¡No queremos echar a perder la sopa!

No hubo respuesta del hombre que colgaba del techo. Tampoco señales de vida. El carcelero se acercó con cautela y, por lo que pareció una eternidad, el prisionero no se movió. 

—¡Vamos, arriba! ¿A qué estás jugando, malnacido? ¿Piensas que soy estúpido, eh? —gritó el carcelero, al tiempo que golpeaba al otro con el garrote de madera—. No creerás que voy a caer con eso —profirió, dándole otro golpe en las costillas.

El prisionero no reaccionó. El carcelero, ahora molesto, se abalanzó hacia él, buscando su rostro. Al arrancarle la tela negra de la cara contempló, para su asombro, los ojos vacíos, inanimados del otro hombre.

—Amenaza, mi culo. No pudo aguantar ni un día. He tenido vejestorios que se mantuvieron vivos más tiempo. Vamos a ver si de verdad estás muerto —dijo, dándole un duro revés con el garrote en el rostro. 

Las facciones, ahora ensangrentadas, no cambiaron de aspecto en ningún momento. El carcelero suspiró, sabiendo lo que tocaba hacer. Desató la cadena de la pared y comenzó a bajar el cadáver con suavidad. 

—Sabía que este me traería problemas… Las estrellas no brillan para vos, Pierre, hoy te toca probar el látigo… —se lamentaba, recordando el aspecto tan extraño de ese hombre—. Ningún hombre viene armado al castillo de mi señor. Ningún hombre entra sin ser anunciado. ¡Menos aún, suben a las habitaciones del abad y roban un mapa! —decía, al tiempo que depositaba al hombre en el suelo.

—Ahora el amo seguro me la cobra. ¿Para qué les habré dado la idea…? —se quejaba, mientras desataba al hombre—. “Encárgate de que sufra, pero que viva. Sácale toda la información que puedas” dijo el capitán, y yo lo mato al primer intento. Esto te va a costar caro, Pierre, muy car…

No había terminado la frase, cuando sintió un dolor agudo en la garganta. Los ojos del hombre muerto lo miraban con rabia. Un horror sin nombre invadió su cuerpo y le estremeció cada uno de sus huesos. Apartó la mirada, deseando que el horror se fuera. Tras un breve lapso, juntó todas sus fuerzas para mirar de nuevo y lo que vio a continuación lo dejó frío.

Los ojos estaban vacíos, sin vida. Por unos instantes, no supo qué pensar. Rápidamente, sacudió los brazos y maldijo con palabras apresuradas, como queriendo arrancarse un embrujo. 

—Termina ya con las niñerías, Pierre, ¿ahora hasta los prisioneros te asustan? No creía que fueras tan poco hombre —se decía, tratando de quitarse esos ojos de su cabeza. 

Pero no eran ojos de hombre. 

—Esos ojos de perro con rabia… —susurró y una sensación extraña comenzó a trepar por su espalda. En su vida de carcelero, nadie lo había mirado así. Era como si el Diablo en persona lo hubiese atravesado con la mirada, reclamando su alma.

Una pulsación comenzó a atacar su ojo izquierdo. Su respiración era agitada. El carcelero se dio cuenta, por lo que intentó recobrar la compostura. Previendo la ira de su amo —había matado a un intruso sin siquiera descubrir qué buscaba en el castillo— juntó todo el coraje que pudo y se dirigió a dar el aviso. 

Atravesó el largo corredor y llegó ante una escalera en espiral que daba al segundo piso del castillo. La subió y al llegar arriba el camino terminaba en una ancha escalera que ascendía de este a oeste desde el primer piso. Subió un par de escalones y se detuvo ante una campana ubicada en la pared norte, la cual daba a la gran abadía del castillo. Ésta era tan grande que ocupaba los pisos segundo y tercero.

La gran escalera no tenía techo, así que Pierre notó con claridad que pronto sería de noche. Tocó la campana. Una, dos, tres veces. De nuevo. Una, dos, tres veces. El aviso de que uno de los prisioneros había muerto.

La escalera en la que Pierre se encontraba era varias veces más extensa que el calabozo y estaba hecho con la misma piedra sólida que aquel; una obra de ingeniería gigantesca, aunque un tanto solitaria por estas horas. Al anochecer, el amplio corredor contaba con la luz de las estrellas. Una luz intrigante y bella, sí, pero difícilmente útil.

Como ésta no bastaba para alumbrar el camino, la escalera tenía, como todas las demás partes del castillo, varias antorchas separadas por una distancia considerable. De esta manera, era muy difícil no notar si alguien deambulaba por el castillo. Así es como Pierre notó la presencia de los dos idiotas, sirvientes que todavía estaban verdes y se movían con paso lastimero.

—Vayan a la celda y traigan el cuerpo. Y que sea rápido, o haré que los azoten de nuevo —lapidó Pierre, sin mediar más palabra.

Ambos mantuvieron la compostura hasta que hubieron bajado la escalera, para luego descargar su odio hacia el maestro de celdas.

Tras un breve momento, los idiotas trajeron el cuerpo y lo depositaron a sus pies. 

—Aquí está. Como pidió. ¿Tenemos permiso para irnos, maestro? —preguntó el más inteligente.

—¿Permiso para no hacer más nada, quieres decir? —se burló el carcelero—. No. Llevarán el cuerpo a los salones inferiores como de costumbre y lo dejarán con el enterrador. Luego, irán a la bodega a traer mi vino y lo llevarán a mis aposentos. Después, hagan lo que quieran, pero mañana los quiero levantados a primeras, ¿entendido? 

—Sí, maestro —dijeron.

—Pues vayan rápido y no lo arruinen. Estaré esperándoos en mis aposentos ­—finalizó Pierre, con un tono de voz desprovisto de emoción.

—Sí, maestro —contestaron nuevamente por reflejo, tras lo cual se marcharon. 

Antes de ir a sus aposentos, Pierre volvió a bajar al calabozo y verificó que todas las celdas estuvieran debidamente cerradas. Nunca se sabe con sirvientes tan inútiles… Para su asombro, todas las celdas lo estaban y nada parecía fuera de lo normal. Algún que otro quejido lastimoso aquí y allá. Sin embargo, al mirar por la rendija del hombre que había muerto, un escalofrío le subió de nuevo por la espalda.

“Hay algo que no me gusta. Nada de esto está bien”, se decía una y otra vez. 

Subió nuevamente y enfiló hacia sus aposentos. No podía creer que se estuviera poniendo miedoso. ¿Él? ¿El maestro de celdas, quien había torturado a nobles de renombre sin jamás pagar las consecuencias? ¿Él, quien contaba con la protección de su amo? Algo no estaba bien.

Algún tiempo más tarde, se encontraba colocando la llave de su habitación cuando de repente todos sus miedos se hicieron realidad. ¡El hombre muerto estaba parado frente a él, completamente desnudo y con un cuchillo en la mano!

—¡Por todos los dio…! —gritó el carcelero con horror, pero antes de que pudiera terminar, el otro hombre lo inmovilizó y enmudeció en un mismo abrazo. Sintió la punta del cuchillo en su garganta y una voz sepulcral que le susurró al oído: 

—Si emites otro sonido, eres hombre muerto. 

El carcelero estaba pálido como un cadáver, incapaz de volver a hablar. 

—He visto en tu interior, sádico cerdo. Te he pesado y te he medido y sentencio que no vale la pena salvarte. Sin embargo… —la expresión de aquel hombre misterioso mudó en una sonrisa cínica— todavía puedes servirme y quizá, si lo haces, te perdone la vida.

El carcelero levantó las manos con suavidad y el hombre misterioso entendió lo que quería decirle. Aflojó su abrazo y liberó su boca. 

—Haré… to-to-todo lo que me pi-pi-das —el carcelero jamás había sentido tanto miedo, ni siquiera frente a su amo—, pero por favor, no me ma-mates. Tengo seis hijos y una esposa que alimentar…

—Lo hubieras pensado mejor antes de convertirte en una miserable alimaña, ¿no lo crees? —dijo el hombre misterioso, chasqueando los dientes—. Mas por Isaías que te dejaré ir, pues me has rogado por ellos… pero solo si haces exactamente lo que te diga… Ah, y por cierto… ¿en qué día estamos?

¿Qué les ha parecido? ¡No olviden hacérmelo saber en los comentarios! Además, recuerden que, si les gustó lo que leyeron, pueden pedirme el primer cuento completo y totalmente gratuito a mi correo electrónico: nmanfredi24@gmail.com.

¡Hasta la próxima entrada!

Saludos,

Nicolás.

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