
Buenas tardes a todos. En esta oportunidad quería dejarles un avance del Libro II de la saga «Una Historia de Lobos y Vampiros».
Sin más preámbulo, aquí los dejo con el avance:
Mi nombre es Iván. Han pasado muchos años desde que el ejército rojo invadió nuestro hogar; quemando y saqueando; violando a nuestras madres y matando a nuestros padres…
Nunca olvidaré esa noche…
Se ha grabado en mi memoria como acero caliente sobre la piel, y yo, Iván, juro que obtendré mi venganza…
Yo tenía seis años y era un día como cualquier otro. Mi hermana y yo corríamos por toda la casa jugando con trapos sucios, pues mi madre nunca supo cómo cosernos un muñeco de trapo.
Recuerdo que ella estaba amasando harina para hacernos pan. ¡Cómo amaba el pan de mi madre!
Divertido y volcado hacia mis propios pensamientos como estaba, escuché a mi hermana decir:
—¡A que no me atrapas! —al tiempo que corría hacia la puerta, que se encontraba entreabierta.
Lo que ocurrió a continuación jamás podré olvidarlo…
El aire se puso denso, como si fuera a llover. De repente, toda la casa quedó a oscuras y el sol se ocultó entre las nubes.
Entonces, sin previo aviso, un hombre abrió la puerta. Su rostro era espeluznante. Tenía una sonrisa pronunciada y unos colmillos exageradamente largos; los ojos le brillaban. Miró a mi hermana y sonrió todavía más.
Sin pensarlo ni un segundo, me puse delante de ella y el hombre avanzó hacia mí. Yo estaba aterrado, quería llorar, pero recordé que mi padre me había dicho que debía proteger a mi hermana y a mi madre durante su ausencia.
Luego, aquel extraño vio a mi madre y ella corrió hacia nosotros, pero el hombre fue más rápido y la tomó por detrás. La agarró del cuello y le desgarró la ropa. Luego la lanzó sobre la mesa y se inclinó sobre ella. Mi madre lloraba y gritaba, y mi hermana también.
Entonces tomé a mi hermana Nishka de la mano y salí corriendo con ella hacia el granero. Ella tenía cinco años, así que no me costó nada arrastrarla conmigo.
Quería protegerla; no deseaba defraudar a mi padre.
En seguida le vi entrar corriendo a la casa y mis miedos retrocedieron un palmo.
—¡Padre está aquí! ¡Padre está aquí! —le dije a Nishka, pero ella seguía llorando.
Luego escuché gritar a mi padre y algunos otros ruidos que no pude distinguir. Acto seguido, el silencio.
Entonces el terror se hizo carne en mis huesos.
Llevé a Nishka al granero y aguardamos allí.
—Todo va a estar bien… Padre nos protege… Todo va a estar bien… —le decía, pero ella no paraba de llorar.
Muy pronto me daría cuenta de lo equivocado que estaba…
El hombre rompió la puerta del granero y avanzó hacia nosotros. Su cara se asemejaba a la de los demonios antiguos. Decidí enfrentarlo, colocándome entre él y mi hermana.
Nishka gritaba escandalizada.
Muerto de miedo como estaba, no quería más que protegerla, así que me abalancé sobre él y recibí un puñetazo en la cabeza. Caí desmayado, y lo último que pude oír fueron los gritos de mi hermana. Luego… la nada.
A la mañana siguiente, mi tío Gulac apareció en el campo y pidió palabra con los romanos que habían sitiado nuestras tierras.
Lo lamento, es la costumbre, debería haber dicho: las tierras de mi tío, pues en aquel entonces no me pertenecían.
Si hay algo que mi tío se encargó de dejarme claro, fue eso. Paga la deuda, me decía, una y otra vez. Y es que mi tío me culpaba de la muerte de Sonya, su hermana.
Mi madre.
De pequeño, no le contradije ni una sola vez y realmente me sentía culpable de su muerte.
No importa cuántas veces me repitiera que no había sido mi culpa, que aquel hombre siniestro con esa sonrisa diabólica era el responsable. Allí venía mi tío a recordarme que debía pagar mi deuda y la culpa penetraba en mi piel como un veneno.
¿Cómo pude dejar que eso pasara? ¿Cómo pude haber sido tan débil?
En los días más oscuros, el mero recuerdo de la muerte de mis padres despertaba en mí una ira agazapada.
Era como si un carbón ardiente estuviese siempre encendido y me quemase por dentro.
Mi tío Gulac, por otra parte, prefería no hablar de lo ocurrido ni pensar en ello. Se limitó a pagar el tributo que los romanos le exigieron sin mayores percances.
Tan solo por ese motivo se le fue permitido conservar el hogar y el terreno que antes había pertenecido a mis padres.
Sin embargo, para poder conservarlo debía pagar el tributo anual.
Rápidamente, mi tío se encargó de explicarme lo que eso significaba.
—Te levantarás cada mañana antes del alba y comenzarás las labores en el campo —me dijo el primer día de su venida—. Ordeñarás la leche de cabra y cuidarás de las ovejas. Alimentarás al caballo y cepillarás sus crines. Sembrarás el campo, podarás las malezas y recolectarás todo aquello que ya esté maduro. Si hubiera algún excedente irás a venderlo al mercado.
—No creo que pueda hacer todo eso, tío —respondí ingenuamente.
—Harás todo eso y mucho más, pues si no lo haces te castigaré con una vara —dijo, levantando el tono de voz—. Y que no vea que juegas con los perros, pues ellos están para cuidar mi tierra, mis ovejas y mis cabras. Si holgazanean ya no me sirven para nada.
—Sí, tío —respondí, no muy convencido.
—Sígueme —lapidó.
Lo seguí sin dudarlo. En aquel entonces, yo no era nada más que un niño, mientras que Gulac, si bien era un tanto más bajo que mi padre, tenía una apariencia que me ponía los pelos de punta. Sus largos cabellos, totalmente negros y desgreñados, junto a sus azules y penetrantes ojos, le otorgaban una presencia inquietante. Por esta razón, decidí que lo mejor sería no hacerle esperar.
Por el resto de la semana, debí aprender a levantarme antes del alba y realizar toda clase de labores en el campo.
Pero al principio no fue fácil.
Una mañana desperté después del alba.
“Diablos, ya salió el sol”, pensé. “Hace una hora que debería estar en pie para ayudar al tío Gulac en la siega. Me va a matar.”
Me vestí apresurado, previendo su ira.
Tras unos instantes, lo encontré recolectando el trigo. Él me oyó llegar desde una distancia considerable y, una vez estuve a su lado, noté que su semblante era duro.
—¿Qué te he dicho, muchacho? —soltó sin ni siquiera mirarme a la cara.
—Que debo estar despierto antes del alba para ayudarte a mantener en pie nuestra tierra. Perdóname, tío… —respondí, cabizbajo.
En ese momento, su rostro se volteó y pude notar que estaba furioso.
—Y, ¿qué se supone que hacías, durmiendo como un cerdo? Además, no es nuestra tierra. Es mía. Ya me has ocasionado demasiados problemas como para querer heredar algo. Si no fuera por ti, mi hermana todavía estaría viva y yo no tendría que soportarte.
En ese instante, segó con bronca un trozo de trigo.
Yo estaba desconsolado. Me puse a trabajar a su lado, cabeza gacha, soportando el mal trago. Pensé en que jamás sería capaz de cumplir con las expectativas de mi tío. La culpa parecía no irse jamás.
“¿En verdad… fue mi culpa?”, pensé.
Con un nudo en la garganta, seguí trabajando hasta la media tarde (…)
Capítulos 1 y 2 del libro «Las crónicas de Iván»
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