
Tras todos los hechos acontecidos en este último mes en los Estados Unidos, y la repercusión que estos han tenido en el mundo entero tras el asesinato a sangre fría de George Floyd, es importante poner en perspectiva que el racismo es algo que aún no ha sido erradicado y que está muy lejos de ser erradicado.
No quisiera tener que estar dando sermones a nadie, pero sobre este tema y muchos otras carencias sociales que nos atañen a todos y, como sociedades supuestamente «civilizadas», deberíamos poder resolver juntos, me parece importante traerlo a colación.
Por este motivo, y como parte de mi compromiso como escritor de aumentar la participación y representación de personajes heterogéneos en mi escritura, es que el año pasado escribí el cuento «Colmillos en la jungla». El mismo forma parte del libro «El hombre encerrado: Cuentos de Juan Pretor», actualmente disponible en formato e-book en Amazon y pronto disponible también en formato papel.
En este cuento, mi protagonista, un caballero medieval de la Península Ibérica de fines del siglo XII, realiza un viaje por el corazón de África y se encuentra con pueblos originarios que hasta ese entonces no habían sido esclavizados, y lo que encuentra lo dejará maravillado.
Demás está decir que mi protagonista parte de una base presumiblemente ignorante hacia los pueblos africanos en su totalidad y tras el encuentro con ellos hallará… bueno, ya verán a continuación qué sucedió.
He aquí mi cuento completo «Colmillos en la jungla», parte de la colección de cuentos que les mencioné arriba. Espero que lo disfruten.
Colmillos en la jungla
Parte I
El hombre caminaba por una tierra virgen, salvaje, en la cual los avatares del tiempo no habían hecho mella. Había llegado a lo que los hombres llamaban “jungla” y en poco tiempo dio fe de las terroríficas historias que se contaban sobre ella.
Tras una exhaustante mañana de enfrentamientos con furiosas bestias peludas cuyos rostros, el hombre pensaba, guardaban un parecido tétrico con el hombre negro africano, oyó un bullicio al acercarse al límite sur de la jungla. Inmediatamente se lanzó al suelo y avanzó arrastrándose, cual serpiente entre la maleza. Al llegar al claro se parapetó detrás de un tronco con la anchura de seis hombres y aguardó, cauteloso, en las sombras.
Vestía un jubón de cuero negro y unos pantalones color marrón oscuro. Debajo del jubón llevaba una cota de malla, pues su vida era una guerra sin tregua. A su costado marchaba su fiel amigo, un sable árabe de fino acero que otrora perteneció a un Sultán. Cubría su cabeza con un pañuelo amarillo enrollado en círculos y su barba negra estaba cortada al estilo del árabe.
Cualquiera lo habría tomado por musulmán, mas el hombre era cristiano, venido del Al-Ándalus y sus largos rizos negros y piel blanca no curtida por el sol lo atestiguaban.
Mordaz con la palabra como con la espada, Juan Pretor no era un hombre como cualquiera. Solía meterse en problemas que de alguna manera siempre había sabido solucionar, pero detrás de la sonrisa socarrona y los frecuentes ataques personales habitaba un ferviente hombre de fe. Desde que tenía memoria sabía que el Dios celestial le había encomendado una dura tarea y ahora estaba decidido a dar su vida y su alma para ver que se cumpliera.
Fuego con fuego; así era la vida del perro de riña, así era la vida de Juan Pretor. Por eso atravesaba una jungla peligrosa en una región olvidada, donde el hombre blanco y la civilización aún no habían hecho acto de presencia. Lunas atrás sintió el llamado de unas fuerzas que no lograba comprender, pero ahora que se acercaba podía sentirlas con más fervor, hablándole, erizándole cada vello de su piel. Por encima de estos susurros oyó nítidas voces y se arriesgó a ver de quiénes provenían.
Al tiempo que salía de su resguardo, Juan agradecía la poca distancia que existía entre los árboles del borde del claro; de esa manera, al menos sería más difícil que alguien lo viera. Miró a lo lejos y divisó una gran aldea habitada por gente negra. Todos ellos tenían rasgos similares a los que había visto en Timbuctú.
Sin embargo, estas gentes vestían muy diferente; como salvajes, pensó Juan. Los hombres llevaban el torso desnudo y una falda corta doblada en capas, de color blanca o marrón. Las mujeres iban vestidas de manera similar y muchas de ellas caminaban mostrando sus voluptuosos pechos; otras, los cubrían con grandes collares de cuentas.
Hombres de porte más rígido vestían largas telas que les llegaban por debajo de las rodilla y sombreros altos de cuero negro o marrón. A un lado sostenían escudos de madera y cobre y con la otra mano cargaban lanzas con puntas de hierro: eran los soldados.
Hombres y mujeres por igual llevaban numerosos collares superpuestos a lo largo de su cuello con cuentas de vivos colores. La mayoría eran hermosos especímenes con figuras musculosas y esbeltas. Aunque salvajes —concluyó Juan— este gente era elegante sin duda.
Siguió observando desde la distancia y luego de un tiempo estimó que habría algo más que un millar de habitantes en la aldea; unos quinientos hombres y ochocientas mujeres, contando los niños. Ciertamente eran un número considerable y a Juan le pareció que quizá no fueran tan salvajes después de todo.
La aldea parecía organizada y estaba dividida en sectores bien diferenciados. Las casas del pueblo común, ubicadas desde la zona sur a oeste, estaban hechas de barro seco con techos de paja y ocupaban la extensión más grande del terreno. En la zona este se encontraba un gran mercado en el que se vendían suntuosos bienes: collares, perlas, metales, vasijas y objetos varios de arcilla. Hombres con atuendo musulmán los ofrecían a viva voz para regocijo y asombro de todos los presentes.
En el centro de la aldea había un largo camino y, siguiéndolo con la mirada, se podía ver la silueta de lo que posiblemente fuera el palacio del jefe. “Una vista maravillosa, sin duda”, pensó Juan.
Pero su alegría no duraría, ya que cuando se disponía a incorporarse notó una punta de lanza debajo del cuello. Se dio vuelta lentamente y cuando miró hacia arriba vio un soldado negro con el pecho descubierto y los músculos en completa tensión. Otros dos hombres con arcos enormes estaban parados a cada lado de éste y observaban al forastero con severa desconfianza.
El soldado que amenazaba con cortar su cuello comenzó a hablar en el lenguaje de los negros y Juan sacudió la cabeza con lentitud; no entendía su idioma. Al ver que el soldado seguía hablando, Juan se presentó en árabe y al instante el guerrero se calló.
—Haber traspasado los límites, árabe —comenzó a decir el soldado en un árabe rústico—. Nadie entra a nuestro pueblo si no es como amigo o comerciante y tú tener armas peligrosas, pero nada para vender. No ser comerciante ni amigo —concluyó, con el rostro encendido.
—Soy amigo, —respondió Juan, con la mayor serenidad que pudo—. No quiero problemas con tu pueblo. Soy un errante nacido en la tierra del Al-Ándalus, muchas semanas en dirección noroeste. Mi tarea es servir allí a donde vaya y quisiera hablar con tu jefe.
A pesar de sus esfuerzos por atraer la confianza del hombre negro, los músculos de éste seguían en completa tensión —no parecía haberle creído. Entonces, el arquero a la derecha del lancero se refirió a ésteen el idioma salvaje. Luego de un momento, el lancero pareció liberar la tensión contenida.
—Tú venir con nosotros a ver a al Ooni. Y no intentar nada o morir sin poder verle —declaró, a lo que Juan asintió con la cabeza. Se puso de pie lentamente y en seguida sintió un leve pinchazo en su espalda. La señal de que debía avanzar.
Juan salió del claro custodiado por los tres soldados, quienes no le quitaban los ojos de encima. A medida que se acercaba a la aldea, notaba cómo las miradas se posaban sobre él y los niños corrían a avisar a sus padres que un forastero armado se acercaba al pueblo. Uno de los soldados habló en el idioma africano con un joven que se encontraba cerca y este salió corriendo en dirección al palacio.
Pronto se armó un gran revuelo y todos en la gran aldea estaban enterados de su llegada. Comenzaron a repicar tambores y Juan temió que las cosas no siguieran un curso recto.
Al cabo de un rato de andar por el camino principal de la aldea, llegaron a la entrada del palacio en donde seguramente se encontraría el jefe. Los recibió un hombre vestido de blanco con una larga túnica y una sonrisa cautivadora.
—Yo ser intérprete del gran Ooni, nuestro… sultán. ¿No es así como ustedes llaman a sus dioses en la Tierra? —anunció en buen árabe—.
—De donde vengo se les llama reyes, no sultanes, pues no soy árabe. Y nuestros reyes no son dioses en la Tierra… solo son hombres que han tenido más suerte que muchos.
—Ustedes los árabes tener costumbres raras —Juan se rio, pero no valía la pena aclararle que no era árabe—. Pero eso no importar. Tú haber venido a nuestro reino de Ilé Ifé y ahora deber ver al Ooni antes de poder andar libre. Si venir en paz, entonces ser amigo de los yoruba y yoruba querer a ti. Si venir para traer guerra, entonces yoruba matar a ti.
Todo esto lo dijo sin demostrar el más mínimo odio o rencor hacia el recién llegado. La pasividad con la que pronunció las últimas palabras hizo que Juan esbozara una sonrisa y tuviera que hacer un comentario:
—Me asombra que la muerte les haga sonreír. No quisiera saber qué les hace enojar, buen señor.
—Hombre árabe tener buen humor. Eso gustar a los yoruba —dijo, con una verdadera sonrisa. Acto seguido se quitó la sonrisa e hizo una seña a los soldados que estaban detrás de Juan. El lancero volvió a pincharle suavemente la espalda y Juan comenzó a avanzar.
El Palacio del Ooni, el gran rey y guardián del pueblo yoruba, deleitó a Juan Pretor de una manera que no había conocido. Todo a su alrededor infundía vida en abundancia. El piso estaba recubierto por azulejos de porcelana delicadamente tallados que evocaban figuras de animales, reyes y guerreros. Todo a lo largo del pasillo que conducía a la habitación del trono del Ooni podían verse ladrillos pintados con los colores de la tierra: verde, naranja y rojizo.
Aún mayor fascinación le producía a Juan el repicar de los tambores, el cual no había parado desde su entrada en la ciudad sagrada. Pero él sabía que su significado no era otro que el de la llamada al juicio del rey, así que su alma no se permitía el lujo de emocionarse. Había traspasado los límites y era un extranjero. Aún peor, estaba armado y por eso el rey decidiría su suerte.
Parte II: La sentencia del rey
—En el principio Olodumare, el Dios Supremo —dijo el rey, expandiendo su pecho con orgullo— encomendó a Obatalá a crear la Tierra, Ilé Ifé. Obatalá crear a los yoruba, nuestro pueblo, beber mucho y echarse a dormir… Así Oduduwa, su hermano menor… —todo esto lo entendía Juan a través de su intermediario, porque el Ooni no lo diría en árabe— tomar su lugar y crear la Tierra.
—Más tarde Oduduwa ser primer Ooni de los yoruba y los Ooni gobernar toda la Tierra… pero luego Obatalá ver que sus hijos, igual que los dioses, pelear unos con otros y no haber descanso para el hombre. Obatalá no querer esto. Querer paz en la Tierra y por eso crear una raza nueva…
El Ooni hizo una seña a uno de sus soldados, quien desapareció tras una gran columna. Momentos después, seis negros de aspecto recio pero ciertamente extraño se pararon a la derecha del rey. Juan no podía evitar pensar que algo andaba mal. No… ¡No! Era imposi…
A Juan se le heló la sangre.
La nueva raza —continuó el Ooni— traería paz a los hombres y juzgaría a aquellos que hicieran el mal. Se alimentaría de la sangre de los condenados por Obatalá y, si no sirviera a su gran propósito, ya no tendría descanso sobre la Tierra. Sería condenada al fuego y la sangre le quemaría en la boca —tras haber dicho esto, el Ooni bajó la cabeza y extendió los brazos hacia el cielo—. Así está escrito en los cielos…
Pero Juan ya no escuchaba. Lo único que sentía era una rabia inexplicable por esos negros… No. Negros no. ¡Vampiros africanos! Juan se encontraba tan exaltado que llevó su mano hacia su cinto como acto reflejo.
Antes de poder realizar ningún movimiento, sintió el duro revés de una lanza en su estómago y un golpe aún más duro en su mentón. Juan yacía en el suelo, mareado y completamente abatido.
Por el rabillo del ojo atinó a ver como uno de los guardias se aprestaba a asestar el golpe final y supo que ya nada podía hacer. Gritó con todas sus fuerzas:
—¡Vampyr! ¡Vampyr!
Acto seguido, el Ooni dio una señal que detuvo la lanza en raudo vuelo. Entre aliviado y desconcertado, Juan no podía creer su suerte. ¿Acaso conocían el significado? ¿Existían vampiros africanos, feroces como un mandril, o incluso más? Juan se creía a sí mismo en una tierra de ensueño, de la cual anhelaba despertar. Mas no atinaba a comprender que su viaje no había hecho más que empezar.
El Ooni dio otra señal y al instante dos corpulentos sirvientes del palacio incorporaron al extranjero sin esfuerzo alguno. Abatido pero no muerto, Juan se vio cara a cara con el rey. Para su sorpresa, el Ooni dejó a un lado la cortesía y las formas y se dirigió a Juan en árabe.
—¿Qué querer tú, extranjero, en nuestra tierra? y ¿por qué querer atacar a nuestra gente?
—Oh gran rey… —Juan sabía que sus próximas palabras podían ser las últimas— yo no tener nada en contra de su gente. Simplemente soy un vagabundo que busca derrotar el mal allí donde aceche… yo he visto el mal en mi tierra, y guarda mucho parecido con esas criaturas —dijo, al tiempo que señalaba a esa raza tan familiar, y sin embargo, extraña.
—Tú no conocer la raza de los grandes hombres, elevados por el Supremo, protectores de nuestro pueblo desde que tiene memoria —la voz del Ooni era grave y poderosa—. Nosotros recordar sus hazañas y alabar su presencia. Colmillos largos los llamamos.
El rey hizo una pausa y cambió el aspecto de su rostro. Juan percibió que parecía… ¿preocupado?
—Mas mi pueblo ha sufrido últimamente una gran desgracia… —dijo el Ooni mirando hacia el techo. No. Hacia el cielo—. Los colmillos largos se han rebelado contra nuestro pueblo y cada vez hay menos que nos protejan. Cada luna nueva, un colmillo largo desaparece. La noche siguiente, acecha en las sombras y arranca la vida a mujeres, niños… el dolor ya no los puede contar. Mañana será luna nueva… —anunció el Ooni con voz severa, mirando al extranjero directamente a los ojos.
—Si me permite decirlo, oh gran rey —lo abordó Juan con serenidad—, conozco muy bien a esa raza que su grandeza menciona y creo poder ayudar a acabar con su pena.
—¿Qué poder hacer tú, extranjero, para acabar con nuestra pena? —dijo el Ooni con mirada suspicaz.
—He matado muchos… seres como estos en mi tiempo. Mi deber es acabar con su influencia en el mundo y ayudar a construir el Reino de Dios. Soy cristiano, nacido en el Al-Ándalus, tierra de árabes, y mi vida ha sido una constante lucha. Desde que tengo memoria el Altísimo me ha favorecido con la buena fortuna y he salido ileso de situaciones desfavorables más veces de las que puedo contar. Por favor, permítame, su grandeza, ayudarlo en esta tarea.
El Ooni permaneció callado durante largo tiempo. “Demasiado tiempo”, pensó Juan. No podía entender como ninguno de los presentes lo interpelaba, hasta que volvió a posar sus ojos sobre el rey. Este lo miraba fijamente y Juan, contrariando todo instinto de supervivencia, le sostuvo la mirada.
Finalmente el Ooni habló. Lo que dijo no necesita recordarse. Comenzó a contar en árabe toda la historia de su pueblo, desde los albores de la historia hasta la llegada de Juan entre ellos. Llegado el atardecer, el Ooni volvió a mirar a Juan a los ojos. Él entendió lo que esto significaba e hizo una reverencia con la cabeza.
Este fue el comienzo de una larga amistad y esa noche disfrutaron de un gran banquete. Un amigo había llegado de lejos e iba a salvarlos de su pena.
Parte III: Colmillos en la noche
La noche anterior había sido cautivadora, pues Juan aprendió mucho. Comprendió que aún gente de aspecto tan salvaje como aquella podía gozar de una gran inteligencia. Más aún, comprendió que no solo era inteligentes sino hábiles; capaces de crear objetos de extraordinaria belleza, no parecidos a nada de lo que hubiera visto antes: collares de cuenta exóticos, vasijas de arcilla con formas de animales y escudos con leones tallados. Una raza muy interesante, sin duda.
Amable, por sobre todas las cosas. Desde que el Ooni le había dado su bendición para caminar por su reino, cada hombre, mujer o niño con el cual se encontraba lo trataba como a un amigo. La noticia estaba en boca de todos: un amigo había llegado de lejos y los salvaría de su pena. Esa era la palabra del Ooni, y nadie la confrontaría jamás.
Entabló relaciones de amistad verdadera con muchas mujeres y hombres. Las mujeres le ofrecían comida: todo tipo de frutas, semillas y hierbas.
Una de ellas, una negra esbelta con ojos penetrantes, le ofreció un collar hecho de dientes de león y le dijo que lo protegería de todo peligro.
Luego un hombre le regaló su lanza y le dijo que le daría a su hijo como guerrero si estuviera en edad de empuñarla.
Juan agradeció estos gestos con profunda emoción y empezó a pensar que quizás no fueran un pueblo tan salvaje después de todo.
La mañana se esfumó como el viento entre las hojas y cuando el sol estaba en su punto más alto un guerrero se acercó a Juan. Cauteloso, como previendo su reacción, le dijo estas palabras:
—Araba querer que tú entrenar con guerreros, pues hoy ser luna nueva y tragedia pasar.
—¿Quién es Araba, muchacho? —le preguntó Juan con calma.
—Araba es el padre de la gente común, el sanador, el amigo. Araba ser Gran Sabio y tener mucho poder. Manifestar demonios y hablar con los dioses.
—Llévame ante él.
—Araba no querer. Tú entrenar con guerreros y aprender de nuestro pueblo.
Juan se resignó. Lo último que deseaba era importunar a un muchacho ante alguien que se hacía llamar “Gran Sabio”. Siguió a aquella esperanza de guerrero entre las calles de barro y la muchedumbre… lo siguió hasta que el barro se hizo maleza y los pies apresurados, miradas atentas.
Todos querían la atención del recién llegado, anhelaban saber más sobre él. Juan les permitió que le tocasen el rostro y los muchachos que allí estaban —ninguno superaba los treinta veranos— le hacían todo tipo de preguntas incómodas. Uno de ellos se sintió con la suficiente confianza para intentar tocar su sable, lo cual lamentaría al instante.
—No haría eso si fuera tú.
Juan posó su mano sobre su hombro y sus ojos sobre su alma. No era la mirada de una presa, mas los ojos de un león listo para matar. El muchacho apartó la mano con rapidez dando un grito agudo. Acto seguido, las risas inundaron la sabana. Le llamarían “Poco hombre” de allí en más.
Pero no todo fueron risas. Juan entrenó duramente a los guerreros de la selva. Cuando le dijeron que fuera a “entrenar con guerreros”, no había imaginado que terminaría siendo él quien los entrenase.
No tenía otra opción, pues todos los allí presentes estaban muy verdes para el combate.
Sin embargo, había algo que sí sabían hacer y lo hacían de maravilla: cazar con lanza. Tras algunos ejercicios en los cuales Juan aprendió mucho sobre su uso, le mostraron su efectividad en una cacería de verdad. Esa tarde cazaron un antílope macho. Su carne alimentó a muchos, pero más aún fueron las alabanzas que el pueblo elevó a los dioses.
La noche se hizo presente y la danza marcó los tiempos de la canción que nunca acaba. Los tambores repicaban. Los dioses danzaban.
Transcurrida la cena, y tras compartir unas bebidas espirituosas con sabores frutales que se iban pasando en un cántaro de hombre a mujer y viceversa, Juan perdió la noción del tiempo. El ritmo y la danza parecían elevarlo todo a un plano superior, en el cual podía oír risas desde el más allá. ¿Los dioses de este pueblo, quizás? Juan pensó que hay un solo Dios y pensó muchas otras cosas sin relevancia durante largo tiempo.
“Demasiado”, susurró en su mente. “Esto es un exceso. Deberíamos estar defendiendo el emplazamiento. Los seis vampiros todavía están con nosotros… Eso es bueno. No les he quitado el ojo, pero estoy seguro que algo va mal. Es esta oscuridad cerrada, sin luces naturales a la vista… la luna nueva, el fuego… Hace tiempo que no sentía algo parecido. ¿Me estaré volviendo débil y asustadizo? Pero, ¿qué pasaría si nos atacan a campo abierto? ¿Cuándo será el ataque? Espera… ¡Oh, Dios mío! Ya no son seis.” El corazón de Juan se agitó.
Con la velocidad de un halcón, Juan se puso de pie y profirió un grito estrepitoso, señalando el lugar donde antes había estado sentado el sexto vampiro. Hubo una gran conmoción y de inmediato los presentes se prepararon para la batalla. Mas no tenían ventaja alguna. El emplazamiento estaba desprotegido y sus números eran escasos.
Aún cuando todo el pueblo estaba participando de la fiesta de bienvenida, y numerosos fuegos rodeaban la hoguera principal, el número de guerreros realmente dispuestos para el combate no superaba los cien –el resto, unos doscientos jóvenes, no durarían tres pasos en una batalla real.
Ninguno de los presentes creía que sus números bastaran. No para afrontar aquello que acechaba en las sombras.
Los vampiros los embistieron como si de un huracán se tratase: de súbito y dejando estragos por doquier. Al abrigo de la oscuridad absoluta que ahora reinaba en la jungla, atacaron primero al grueso del ejército más joven y, al poco tiempo, sus filas fueron diezmadas. El resto de los guerreros hacía todo lo que podía por contenerlos, pero todo esfuerzo era vano. No podían verlos; a penas si podían percibirlos.
Juan, cuya mirada y reflejos eran suficientemente agudos para detectar sus movimientos, logró detener a uno de ellos cuando se le vino encima. En una respuesta ágil y audaz se agachó lo suficiente para cortarle las piernas con su sable, haciéndolo caer de bruces. Una vez en el suelo, le rebanó la cabeza.
Cuando volvió la vista, pudo notar cómo el caos reinaba a su alrededor: las mujeres y los niños lloraban, corrían y morían; todo estaba perdido.
Sin embargo, en la hora más aciaga, un rayo de esperanza surcó su corazón al ver como los cinco vampiros restantes al servicio del Ooni se batían a duelo con sus hermanos de sangre. Quizás aún hubiera esperanza…
Parte IV: El fuego que habita dentro
A la mañana siguiente, el pueblo del Ooni estaba de luto. Muchas vidas se habían perdido y, esta vez, a diferencia de otros encuentros con los vampiros descarriados —o al menos eso aprendió Juan—, el número de niños y niñas muertos estaba más allá de lo soportable. Las mujeres y los hombres lloraban al unísono, cantando a sus dioses, a la muerte y a su suerte. Una suerte que los condenaba a la desaparición.
Juan ayudó a reconstruir el pueblo todo lo que pudo. Hasta bien entrado el atardecer asistió en el entierro de más de doscientos hombres, mujeres y niños y acompañó los servicios fúnebres entonando canciones rituales cuyo significado no entendía… Se había encariñado con este pueblo y no deseaba que se perdiera su memoria.
Seis vampiros habían caído, a manos de Juan y de los vampiros aún al servicio del Ooni, pero otros veinte, según unos cálculos hechos a vuelo de pájaro en su mente, todavía seguían con vida y estaban en alguna parte de la jungla.
Caída la noche, Juan habló ante los habitantes del pueblo a la luz de los nuevos fuegos, que esta vez no se atrevían a danzar. A voz en cuello, requirió la presencia de aquel que llamaban el “Gran Sabio”, el “Araba”. Pronto toda la aldea supo de esto, y antes de lo que canta un ruiseñor el Araba se presentó ante él.
—Mi fiel guerrero —comenzó el sabio—. Mucho has hecho por los yoruba ayer y nosotros tener gran deuda contigo. ¿Qué podemos hacer para compensarte?
—No estoy para juegos —espetó Juan— y aquí nadie ha hecho suficiente. Mucho menos su ilustrísima —dijo, mientras lo señalaba con el dedo. Una afrenta directa a su autoridad—. Si es verdad que te llaman el “Gran Sabio”, ¿por qué no pudiste prever que esto iba a ocurrir? ¿Por qué no quisiste reunirte conmigo? Soy un muy buen estratega y de haber sabido un poco más sobre la situa…
El Araba lo interrumpió levantando una mano por encima de su cabeza. El murmullo de los aldeanos, que hasta entonces corría como el cauce de un río que desciende de una montaña, cesó al instante.
—No he venido a dar explicaciones sobre mis actos. He visto y he saboreado que tu corazón ser fuerte como el león y aún más intrépido que el mandril. El trago amargo de esta tragedia será inocuo ante el bálsamo de la victoria por venir. Mi confianza en los dioses se acrecienta con cada nuevo día y sé que esta noche te otorgarán la victoria.
Juan quedó desconcertado ante la claridad y la fluidez de sus palabras. Parecía entender el árabe a la perfección y era a todas luces un hombre letrado, o, al menos, habría tenido contacto con gente muy sabia y de buena letra. Ni él mismo podría haber dado un discurso tan cautivador de haberlo querido.
—Hay vida en el fuego… —le dijo el sabio, al tiempo que se acercaba a la fogata— y Sango, el dios que le infunde vida, es un dios temperamental. Muchas veces nos trae desgracias a las cosechas o a la aldea.
La mirada del Araba se concentraba plenamente en el fuego. En sus ojos brillaba una luz de mil luces y a Juan le pareció que había fuerza y determinación verdadera en ellos.
—Pero otras veces —prosiguió el sabio—, nos enseña el camino y su luz trae alegría al pueblo. Es por eso que le ofrecemos banquetes y por eso le cantamos con todo nuestro cuerpo.
Lentamente, el Araba se volvió hacia Juan, como si estuviera saliendo de un trance.
—Sango me ha hablado… y verdad hay siempre en sus palabras. Me ha dicho que tienes que ir esta noche a la jungla y enfrentar tus mayores miedos. Enfrentarás a los colmillos largos de Ilé Ifé y vencerás… porque así está escrito en el fuego. Así está escrito en tu corazón, con dardos de fuego.
Sin saber cómo o por qué, Juan percibió cual si una llama interior le recorriera todo su cuerpo y encontró paz en las palabras del sabio. Era sin duda la calma que precede a la tormenta.
Juan siguió sus consejos y decidió adentrarse en la jungla. Un ataque directo en plena noche sin duda los tomaría por sorpresa. Su corazón estaba decidido y no había temor alguno en él. Tal vez fuera el hecho de que los vampiros al servicio del Ooni habían accedido a acompañarlo, tal vez fuera algo más.
Los sirvientes del Ooni eran hombres recios y reservados. Hablaban en contadas ocasiones y solamente entre sí. A Juan todo se lo comunicaban por señas. Sin embargo, por alguna razón, él confiaba en ellos.
Si este era su final, entonces no había nada más que decir. Pero si de verdad aún estaban al servicio del Ooni, entonces eran la mejor apuesta que él tenía para afrontar lo que vendría.
Cada uno de ellos llevaba consigo un cuchillo y una lanza. Herramientas de caza pero muy afiladas y eficaces. Se movían entre las sombras, intentando no ser detectados. Hasta entonces parecían haberlo logrado.
Al poco tiempo, Juan supo que caminaban en dirección a unas ruinas. Fue esta la única palabra que los colmillos largos le dirigieron en árabe. Algunos cantos de búho más tarde, llegaron al lugar señalado. De eso no había duda.
La compañía de cacería se encontraba ahora detrás de unos arbustos, espiando las ruinas de un antiguo emplazamiento de madera con bustos de hombres ubicados justo en el centro.
Juan decidió acercarse un poco más y descendió por una lomada que conducía al pie del emplazamiento. Estando ahora más cerca, percibió, horrorizado, que no eran bustos de hombres sino cabezas humanas ensartadas en lanzas. Una de ellas miraba en su dirección.
Cuando menos se lo esperaba, Juan vio como una figura esbelta y de piel blanca salía de una de las chozas abandonadas y se dirigía al centro del emplazamiento. Juan se agachó instintivamente y comenzó a arrastrarse por donde había venido.
Se reunió con la compañía y les dijo que lo siguieran. Caminaron unos trescientos metros en dirección contraria antes de detenerse. Juan les hizo saber de su plan y los colmillos largos lo escucharon con atención. Todo debía salir a la perfección o no saldrían vivos de esta situación.
Juan les hizo notar que uno de los vampiros tenía la piel blanca y seguramente fuera el líder del resto. Esto no estaba en sus planes, y ciertamente lo preocupaba, pero no se los hizo saber. Vencer o morir, esa había sido su vida entera.
Tomando la yesca y trozos de maleza que había traído consigo, procedió a frotar dos piedras afiladas hasta que encendió un fuego, luego lo acercó hacia su antorcha y así la encendió. Acto seguido, caminó en dirección al emplazamiento.
Los colmillos largos no lo seguirían. Aún no.
Juan llegó al emplazamiento. Esta vez, no uno sino siete vampiros lo aguardaban. Juan sabía que era una trampa. Sus cuentas nunca habían fallado y él había contado veinte. Siguió el juego y se acercó hacia el centro.
—Al fin has venido, mi viejo amigo –dijo el vampiro blanco.
—¿A quién llamas amigo? —replicó Juan—. Yo no te conozco.
—Oh, pero sí me conoces, viejo amigo—sus palabras resonaron en la oscuridad—. Eres quien se hace llamar… Juan Pretor, ¿no es cierto?
Juan no comprendía cómo aquel extraño lo conocía o porqué lo llamaba amigo, pero quiso seguirle el juego. Era todo lo que necesitaba.
—Si somos amigos, dime dónde nos hemos visto.
—Oh, seguro no lo recuerdas… pero yo sí lo recuerdo —el vampiro empezó a avanzar hacia él, y Juan colocó su mano sobre la empuñadura de la espada como acto reflejo—. Recuerdo todo sobre nuestro último encuentro… hace trescientos años.
Juan desenfundó el sable y señaló con él a su adversario.
—No sé qué locura es esta —la verdad es que tenía una vaga noción—, pero sí sé que es una trampa. Desafortunadamente para ti, tu inteligencia te ha fallado.
Juan comenzó a mover la antorcha por encima de su cabeza, una, dos, tres veces… cuatro, cinco. Nada. Nadie alrededor.
—¿De verdad creíste que no sabía que estaban acercándose a nuestro emplazamiento, tú y los otros cinco perros? La verdad te dolerá mi amigo, y me refiero a dolor real. No escaparás de mí esta noche. Esta noche cenaremos tus entrañas en un banquete de sangre —le dijo, con una sonrisa de oreja a oreja, al tiempo que adelantaba ambas manos.
Juan imaginó que era una señal de ataque y se puso en guardia, pero lo que ocurrió entonces jamás lo pudo haber previsto. Su antorcha se apagó y ya no pudo ver. Sintió gritos y pasos que avanzaban hacia él en la espesura de la jungla. Ya no había salida. La suerte estaba echada.
La segunda maravilla de esa noche llegó como un dardo del destino. Para su asombro, su antorcha se volvió a encender y se vio cara a cara con un vampiro africano.
Con los reflejos de un guepardo, enterró su sable en el pecho de su enemigo, quien profirió un grito desgarrador.
Un segundo vampiro se le abalanzó y Juan lo golpeó con la antorcha en el rostro. Quemadura expuesta. Ya no estorbaría.
Otros cinco vampiros rodearon a Juan, pero esta vez había algo en su interior que lo impulsaba, que le susurraba al oído que saldría vivo de esta prueba. Las palabras del Araba resonaron en su cabeza… “Enfrentarás a los colmillos largos de Ilé Ifé y vencerás… porque así está escrito en el fuego”. El fuego interior.
Con una velocidad mítica, Juan hizo frente a los cinco vampiros y los acabó; de a uno, de a tres, de a uno otra vez.
Pero aún no había terminado. Debía matar a la serpiente.
Buscó y buscó con la vista pero no logró encontrarlo. Comenzó a gritar a todo pulmón:
—¡Asesino! ¡Burla! ¡Serpiente…!
La respuesta no se hizo esperar.
—El nombre es Louis. Louis de Tours. Nos volveremos a ver, querido amigo. No pierdas cuidado. Y la próxima vez… el final será distinto.
Louis. Eso era todo lo que necesitaba. Finalmente ató los cabos y supo quién era su enemigo. Sin embargo, le pareció prudente callar y dejar que se marchara.
Todas las voces se acallaron, excepto la del vampiro que había recibido la quemadura. Juan corrió hacia él y le pisó el pecho con su bota, apuntando el sable hacia su garganta. El vampiro profirió un grito, pero no se atrevió a hacer un movimiento.
—Te dejaré vivir, alimaña. Con una sola condición. Dile a tus amigos, si es que todavía viven —dijo Juan con una sonrisa— que deben someterse al poder del Ooni nuevamente… y no quiero escuchar de ningún otro levantamiento. Si llego a enterarme que han vuelto a las andanzas, los acabaré, uno a uno.
El vampiro dejó de gritar y asintió con la cabeza. Su rostro estaba deformado, pero sanaría. Juan lo ayudó a incorporarse y, en el preciso momento que lo hacía, diecinueve colmillos largos aparecieron en el emplazamiento.
Quince de los presentes habían sido, hasta esta noche, enemigos, y catorce entre ellos se habían adentrado en el bosque a asesinar a los demás.
Por fortuna, los sirvientes del Ooni los habían convencido de no luchar y de volver al servicio, a su origen, a su promesa. A regañadientes habían accedido, hasta ahora.
Una nueva alianza fue forjada el momento en que Juan le perdonó la vida a uno de los suyos. Una alianza más duradera, de las que solo se terminan con la muerte.
Juntos volvieron todos a la aldea. Cuando los aldeanos los vieron llegar, el rumor corrió como un mar embravecido. Juan volvía victorioso y regresaban a casa no cinco, sino veinte colmillos largos. Veinte hermanos.
Esa noche tuvo lugar una fiesta como nunca había antes se había hecho desde los tiempos en que el Araba era niño. Esa noche, en los ojos del Araba brillaba aquel niño.
Juan le miró una sola vez en toda la noche y levantó una copa hacia él. El Araba extendió los brazos al cielo y le sonrió con el corazón ensanchado.
Parte V: Conócete a ti mismo
Juan estaba haciendo los preparativos. Esa mañana saldría en busca de una nueva misión. No sabía adonde lo llevarían sus pasos, pero había aprendido mucho y tenía fe de que El Señor lo protegería.
La noche anterior había sucedido un milagro. Si bien aún no lograba comprender del todo quién o qué había jugado un papel para conseguirle la victoria, de lo que no tenía duda es que su tarea aún no acababa.
Cuando salió de la choza vio con asombro como toda la aldea lo aguardaba para despedirlo. Los abrazos, las caricias y los halagos no cesaban.
Juan se sintió entero, consumado.
A mitad de camino por la senda sureste que salía de la aldea, rumbo hacia el corazón de África, se encontró nuevamente con el Araba. Este estrechó su mano y le agradeció su invaluable ayuda. Mas antes de despedirlo pronunció unas extrañas palabras:
—Amigo, pues ahora serás por siempre nuestro amigo, hay algo que me gustaría que hicieras antes de retirarte de nuestra aldea. He visto que el poder y la fuerza de tu corazón son como el acero: una vez que se templa, produce formas de gran valía. Sin embargo, veo que aún no te conoces a ti mismo. Queda aún algo por hacer, si deseas conocerte.
—Lo deseo, Araba. Guíame.
—Muy bien, ven conmigo a la espesura de la jungla y te mostraré la entrada a tu última prueba.
Anduvieron caminando media mañana con paso seguro hasta que llegaron a la entrada de una caverna. Era de día, pero la caverna era profunda y se perdía dentro de la tierra, por lo que no se veía luz alguna.
—Es aquí —dijo el Araba—. Debes ingresar sin ayuda, y sin antorcha. Esta es tu última prueba.
—Muy bien —dijo Juan, por toda respuesta.
Una vez dentro, el aire pareció cambiar y un susurro recorría las paredes de piedra. La entrada era ahora algo lejano. La oscuridad era cerrada.
Una voz resonó en el interior y lo que dijo erizó cada vello de su cuerpo. Juan comenzaba a sentir miedo.
—¿Qué quieres… en la entrada de la conciencia, forastero? Nadie viene sin pagar el precio. El precio es la muerte.
Al instante, Juan fue suspendido en el aire con un firme agarre en su cuello y una luz violácea se hizo presente encima de su cabeza.
Lo que vio no puede comprenderse. Un hombre con un rostro de mil rostros. Hombre no. Rostros. Cambiantes, con expresiones y facciones distintas a cada momento.
Su miedo le helaba los huesos y ya no podía respirar. Juan sintió que moría y cayó de bruces.
En un instante, todo fue oscuridad. Oscuridad cerrada.
Un latido más tarde se vio a sí mismo tirado en el suelo estando ubicado por encima de su cuerpo. Era como si fueran dos Juan, pero el que observaba desde arriba podía ver a través de su piel. Esta era traslúcida y emitía una luz tenue y singular.
La misma voz cavernosa de hace un instante resonó una vez más.
–Has sido pesado y medido… y tendrás la oportunidad de ver la verdad. Cada vez que lo desees, verás más allá de ti, siendo tú mismo. Eres dos y eres uno. Eres. Ve en paz.
Como si nada hubiera ocurrido, Juan despertó sobresaltado y miró a su alrededor. Se encontraba de bruces en la entrada de la cueva y el Araba lo miraba, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Bien —le dijo—. Ahora has visto el camino. No queda más que andar.
Juan se incorporó y le agradeció por todas sus enseñanzas. No quiso hablar de lo que había ocurrido, pues aún no lo comprendía. El Araba no hizo preguntas y eso lo reconfortó.“Ahora he visto el camino”, pensó para sí. “Mi senda aún no termina”.
(«Colmillos en la jungla», cuento perteneciente a la colección «El hombre encerrado: Cuentos de Juan Pretor», 2019).
¿Qué les pareció? Quisiera saber vuestra opinión en los comentarios. Me he esforzado al máximo para hacer de la ambientación lo más creíble y cercana a la historia como me fue posible, dentro del género de la fantasía histórica.
Si quieren saber más sobre estas historias, no duden en leer la vista previa de mi libro en Amazon o de leerlo completamente gratuito a través del servicio de Amazon «Kindle Unlimited».
Me retiro por hoy. Pronto tendrán novedades de la publicación de mi libro en formato papel, así como de su traducción al inglés (¡Sí, también estoy trabajando en eso!)
Como siempre digo: vivid, gozad y sed felices. ¡Hasta nuestro próximo encuentro!